Tras la votación popular del 9 de diciembre de 1990 había necesidad de proceder a lo que institucionalmente fuese necesario con el objeto de cumplir la decisión del pueblo. Ya el 27 de mayo, al votar en desarrollo del Decreto Legislativo 927, había sido derogado el artículo 13 del Plebiscito de 1957 -que depositaba en el Congreso de manera exclusiva la competencia para reformar la Constitución-, lo que había permitido lograr el propósito que animó a los estudiantes integrantes del movimiento “Todavía podemos salvar a Colombia” cuando propusieron la séptima papeleta. Así que el presidente Gaviria tenía un mandato popular totalmente claro, con el que -además- coincidía, vista la situación que afrontaba el país y persuadido de la necesidad del cambio constitucional.
En virtud del fallo proferido por la Corte Suprema de Justicia sobre el Decreto 1926 de 1990, que había declarado la constitucionalidad de su estructura fundamental más no la del temario previsto para los trabajos de la Asamblea -que fue declarado inexequible-, ella dejó de ser un cuerpo facultado para reformar la Carta de 1886 y mutó en una asamblea constituyente, con todo el poder -conferido por el constituyente originario- para expedir una nueva Constitución-.
La Asamblea terminó su tarea el 4 de julio de 1991 y, si bien ese día prestaron juramento sus tres presidentes -los doctores Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf-, lo cierto es que el texto de la nueva Constitución solamente fue publicado oficialmente el 7 de julio, fecha de su promulgación y de su vigencia.
Sobre el alcance del vuelco sufrido en nuestro sistema constitucional y acerca de la fecha de entrada en vigor, cabe decir que la Corte Constitucional así lo declaró, con base en el artículo 380 de la Carta Política, que dice: “Queda derogada la Constitución hasta ahora vigente con todas sus reformas. Esta Constitución rige a partir del día de su promulgación”.
La Constitución que nos rige -democrática, participativa, igualitaria, pluralista, tolerante, que consagra un Estado Social de Derecho-, tiene esas esenciales características que se deben tener en cuenta al interpretarla y aplicarla. Vienen desde el preámbulo, que goza de poder vinculante. Y componen el dogma de la Constitución.
Como el origen de la Constitución es netamente político, sus valores y postulados tienen un nivel supremo dentro en la jerarquía normativa, por encima de todas aquellas normas y decisiones provenientes de las ramas y órganos constituidos. Como ya lo hemos expresado en otras ocasiones, los órganos constituidos, transitoriamente dotados de las facultades que la Carta Política les otorga, deben su existencia -y el margen y alcance de sus competencias- a la Constitución. Es ella la que los crea, les asigna el ámbito de sus funciones y les proporciona y demarca la dimensión de su autoridad. Ningún poder les corresponde si no proviene de la habilitación constitucional.
Estos principios básicos se olvidan de vez en cuando -en especial por los gobiernos- y, en consecuencia, hace falta recordarlos cuando vamos a cumplir treinta años de la Constitución que nos rige. Allí están las directrices de la vida individual, de las colectividades y del Estado. Son los fundamentos indispensables de la organización política.