Necesitamos aprovechar el caos. Hay en él demasiada energía que, si sabemos encauzar, nos puede permitir construir nuevos órdenes.
El caos tiene sus orígenes en la tendencia entrópica que parece ser connatural al planeta, esa propensión que se manifiesta coloquialmente en la ley de Murphy: todo lo que pueda salir mal, saldrá peor. No es pesimismo, es sencillamente la verificación de que cuando desde nuestro libre albedrío no actuamos para que las cosas mejoren, no se quedarán igual, sino que empeorarán. Si no se hace nada o se hace muy poco para acabar con la inequidad que salta a la vista, ese orden que muchos quieren preservar terminará por acabarse de la peor manera. En las marchas que se han realizado en diferentes ciudades, más del 70 % de los caminantes son jóvenes, quienes no marchan desinformados ni manipulados. ¿Qué los mueve? Los grandes niveles de entropía que viven, lo caótico que hay en sus vidas, que no es coyuntural sino estructural.
Cuando hay inequidad es natural que surja el caos. Hay caos cuando la educación es paupérrima y además de ello inaccesible. Cuando no hay qué comer, ni en qué trabajar. Cuando una persona joven se endeuda para estudiar y si consigue trabajo es por el salario mínimo o menos. La mayor parte de nuestra juventud está en condiciones de pobreza o miseria. Si no somos empáticos con ellos, con todos, si solo nos ocupamos de nosotros mismos, estamos contribuyendo al caos generado por el sistema que mantiene a poquísimos divinamente, a pocos bien y a la mayoría de la población excluida de una vida digna.
Si a ese desorden le sumamos la arrogancia de quien no escucha; la violencia que se genera cuando la regulación legítima da paso a la represión y a la violación de los derechos humanos; la respuesta iracunda a las iras de ayer, del año pasado y del siglo pasado; la obstinación en fortalecer una sociedad excluyente… digo, cuando al desorden sumamos todo ello, el caos será cada vez mayor. Nos alcanzará a todos y paulatinamente será más difícil revertir el sentido de la espiral que nos arrastra.
Esto, que aplica para los gobiernos, es ante todo para pensarlo en primera persona, para que antes de buscar los responsables de la crisis afuera nos miremos hacia adentro. ¿Cómo estoy contribuyendo al caos de hoy? ¿A quién no quiero escuchar ni ver? ¿A quién invalido, solo porque piensa diferente de mí, porque cree en un dios distinto al mío? ¿A quién llamo malo, creyéndome yo bueno? ¿A quién descalifico, porque me creo poseedor de la verdad absoluta? Si nos respondemos honestamente esas preguntas vamos encontrando salidas al caos. La tarea es ahora…