A comienzos de año, desde que se rompieron las relaciones entre los EE.UU. y la dictadura venezolana, un grupo de chavistas transgresores se atrincheraron en la sede de la embajada venezolana para impedir el acceso de los diplomáticos legítimamente designados por el presidente Guaidó.
En pocas horas convirtieron el sitio en un verdadero muladar y alteraron la apacible vida cotidiana del colonial y victoriano barrio de Georgetown.
De nada sirvieron ni las drásticas ni las afables advertencias de la Policía, ni las manifestaciones de decenas de demócratas que, frente al edificio, les exigían la salida, ni el sentido común, acorde con el momento histórico por el que atraviesa el hemisferio.
Por supuesto, no todos resistieron y, tal como suele suceder con el aventurerismo revolucionario, a la postre solo permanecía en la sede un manojo de exaltados que, en su delirio radical, se negaban a aceptar la realidad.
De hecho, la Policía ejecutó inicialmente un simulacro pedagógico de desalojo, confiada en que los extremistas comprenderían la dimensión de su conducta, pero más pudieron las órdenes recibidas desde Caracas para aferrarse a la posición a toda costa.
Finalmente, no quedó más remedio que penetrar el escenario, poner bajo arresto a los desaforados y dejar a la embajada en manos de la democracia.
Como era de esperarse, el canciller de la dictadura, J. Arreaza, advirtió, obviamente sin precisar nada, que evaluaba “respuestas, en el marco del derecho internacional" frente al desalojo de los ocupantes.
Lo cierto es que, temeroso de lo que veía venir, él había venido invocando el art. 45 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, de 1961, y que entró en vigor en abril del 64.
Como lo recuerda Santiago Torrijos, “En ese artículo se consagra que en caso de ruptura de las relaciones entre dos Estados, el Estado receptor estará obligado a respetar y a proteger los locales de la misión así como sus bienes. Y que, en caso dado, el Estado acreditante podrá confiar la custodia de los locales y bienes de la misión a un tercer Estado que le resulte aceptable al Estado receptor”.
Entonces, Arreaza lo había invocado para asegurar la inviolabilidad de la sede y para que Turquía, como “tercer Estado” se encargara de protegerla.
Pero, muy contundentemente, Washington alegó que al no reconocer al gobierno Maduro sino al de Guaidó, no tenía por qué considerar a Turquía como tercero ni mucho menos tolerar la presencia de activistas que, en la práctica, actuaban como ocupantes ilegales, y procedió al desalojo correspondiente, con lo cual, la sede ha pasado ahora a manos del delegado de Guaidó.
En conclusión, este ha sido un excelente ejemplo de firmeza, templanza y acción decisiva contra los usurpadores del poder.
Acción que podría servir de estímulo y guía para tomar las decisiones necesarias en el ámbito macro estratégico, pero sobre territorio venezolano y teniendo en mente al palacio de Miraflores, ocupado temporalmente por el dictador.