El amor de Dios ha vencido
Lecturas: Primera, Gen 1,1-31; 2,1-1; Segunda, Ex 14,15-15; Tercera, Is 54,5-14; Epístola, Rom 6,3-11; Evangelio, Mc 16, 1-8.
¡Qué noche tan dichosa! Canta el pregón pascual que se proclama en esta solemne vigilia. En esta noche toda la comunidad cristiana está invitada a velar con sus lámparas encendidas porque Cristo triunfa de la muerte y del pecado mediante su resurrección.
El sentido profundo de las lecturas de esta noche se anuncia claramente en la introducción que hace el celebrante principal al inicio de la liturgia de la Palabra: “Recordemos las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel, y cómo en el avance continuo de la historia de la salvación, al llegar los últimos tiempos, envió al mundo a su Hijo, para que con su muerte y su resurrección, salvara a todos los hombres”. La vigilia de esta noche se ilumina con la Palabra de Dios que nos narra la historia de la salvación: la creación, el sacrificio de Abraham, el paso del Mar Rojo, la promesa de una misericordia que nunca acaba, la purificación de los corazones... el significado del bautismo. El evangelio de san Marcos pone de relieve que el “crucificado” ha resucitado, no para volver a una nueva vida terrenal, sino que ha sido elevado a una nueva dimensión: con la fe en la resurrección de Jesús encuentra la comunidad primitiva su propia salvación, contempla así su futuro definitivo.
En un mundo transido de violencia y terror es precisamente la resurrección del Señor la que debe alentar e impulsar llena de esperanza la vida de los cristianos. Ellos deben seguir siendo en la sociedad como el alma para el cuerpo, porque ellos tienen el deber de anunciar que el amor de Dios en Cristo ha vencido por encima de la mentira, del pecado, de la calumnia y, sobre todo, de la muerte. Lo que sucede en este domingo de resurrección nos compromete a todos en la construcción de un nuevo mundo, en la construcción de la civilización del amor.
La vigilia pascual nos invita a considerar el valor del propio bautismo. Por medio de él, nos dice San Pablo, hemos sido injertados en Cristo, hemos sido incorporados al cuerpo de Cristo, liberados del pecado y hechos hijos de Dios. Sucede, sin embargo, que a veces vivimos distraídos de las verdades fundamentales que sostienen nuestras vidas. Nos dejamos arrebatar por el miedo, el cansancio, el sueño, porque no nos damos cuenta de las riquezas que llevamos en el alma. Que cada uno valore hoy la dignidad de su ser cristiano, que cada uno sienta en toda su belleza la alegría de ser hijo de Dios, de ser coheredero con Cristo, de ser partícipe de la misión de Cristo. Si así lo hacemos nuestra vida dará un vuelco y seremos “más cristianos”, alejaremos de nuestra vida la tentación de vivir de forma pagana como si Dios no existiese y como si Cristo no hubiese muerto y resucitado por nosotros. /Fuente: Catholic.net