P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Octubre de 2011

El amor al prójimo

El  evangelio nos ofrece la enseñanza de Jesús sobre el más importante de los mandamientos, amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma con todo el ser. Jesús añade que el segundo mandamiento es semejante: amar al prójimo como a uno mismo (EV, Mt 22, 34-40). En realidad el Señor confirma lo que ya había expresado el Antiguo Testamento. En la primera lectura escuchamos las prescripciones que se debían observar en relación con los extranjeros, con las viudas, los huérfanos y aquellos que se veían en la necesidad de pedir prestado o dejar objetos en prenda para poder obtener lo necesario para la vida (1L, Ex 22,20-26).
La enseñanza es profunda y de inmensa actualidad: no se puede separar el amor a Dios, del amor al prójimo, porque el Señor es compasivo y se cuida de todas sus criaturas. Por otra parte, continuamos la lectura de la Carta a los Tesalonicenses. Aquí, Pablo alaba la fe de aquella naciente Iglesia y comprueba que el crecimiento espiritual se debe, en primer lugar, a la potencia del Espíritu Santo. Los Tesalonicenses se han vuelto a Dios para servirlo, y viven aguardando la venida de Cristo a quien Dios resucitó de entre los muertos (2L, 1Ts 1,5c-10).
Jesús confirma que el amor a Dios no puede separarse del amor al prójimo. Precisamente el amor a Dios se enciende, las más de las veces, cuando el espíritu humano -si es sincero- se encuentra de frente al sufrimiento y las necesidades de los demás.
¡Qué duda cabe que uno de los peligros que más nos asecha en la vivencia del cristianismo es el individualismo! Se trata de vivir la fe de un modo privado relegándola al íntimo de la conciencia y sin tener una expresión en la caridad práctica. El Señor nos pide al iniciar este nuevo milenio salir a los caminos, “remar mar adentro”, “abrir las puertas a Cristo” y entregarnos a una caridad más ardiente, más sincera, y que se manifieste en las obras. Tenemos un modo concreto y a la mano para practicar el mandamiento del amor: es la práctica de la obras de misericordia. Estas obras de misericordia nos permiten salir al encuentro del sufrimiento y de la necesidad de nuestros hermanos. Las imágenes que a diario vemos en la televisión pueden crear en nuestro espíritu un penoso sentimiento de impotencia y, por ello, de indiferencia. Hay que reaccionar. Sí, podemos hacer mucho por nuestros prójimos, porque Dios es compasivo y se cuida de los pobres y se servirá de nosotros como instrumentos. Seremos así instrumentos de la Providencia. Seremos como las manos de Dios. No temamos a nada en la vida. Temamos sólo al pecado de omisión, a la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Recordémoslo: en los pobres y enfermos, servimos a Jesús. /Fuente: Catholic.net