La Constitución de 1812
EL artículo 2 de la Constitución de Cádiz que decía “La nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia o persona” tenía el propósito de rechazar las renuncias reales de Bayona ante Napoleón y de derrumbar la concepción patrimonialista del Estado; es decir, como el Estado no era patrimonio del Rey, éste no podía entregarlo a una potencia extranjera.
Pero este mismo artículo sirvió para que los revolucionarios americanos interpretaran que si España era “independiente”, también lo podían ser las provincias españolas de “ultramar”. Así, en la Península se mantenía íntegra la unidad de la Monarquía, en tanto aquí suponía segregación. No obstante, el artículo 3 de la Carta tuvo consecuencias políticamente desestabilizantes para España. Decía: “La soberanía reside esencialmente en la Nación…” Entonces, si la soberanía residía en ella, ¿dónde quedaba la del Soberano? Flórez Estrada redactó en 1809 una declaración de derechos que designaba como soberano al Parlamento hasta el punto de facultarlo para destituir libremente al Monarca; las Cortes de Cádiz dieron forma jurídica a esta propuesta en el bendito articulejo. Es decir, la Nación era el Parlamento y no el pueblo. Tal adefesio provenía de la Constitución francesa de 1791 en la que la supremacía del Parlamento no podía someterse a la Constitución, ni el Rey podía ser su rival. La revolución liberal había tomado forma.
Distaba mucho tales enunciados con lo que desde las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio se venía utilizando tanto en América como en España como las “leyes fundamentales del Reyno”, es decir, la Constitución orgánica e histórica que regía desde el año 1252 y que recogía el derecho político, el penal, de familia, sucesorial y procedimental, introducido en América con el derecho castellano y los aspectos particulares del derecho indiano. Tal sustrato jurídico rigió en América hasta 1916 y en los Estados Unidos, en Luisiana, hasta bien entrado el siglo XIX. Se puede afirmar que todavía rige, pese a las codificaciones, porque las Partidas han servido de fundamento legal a los códigos civiles hispanoamericanos como summa de derecho consuetudinario.
La Constitución de Cádiz fue como un tumor transplantado a ese corpus jurídico, al que no le bastaron las medicinas que sucesivamente se le aplicaron, v. gr., las constituciones que le siguieron y que sólo aumentaron la inestabilidad hasta la era franquista. Lo demás es Historia.
En América sucedió algo parecido. Tras la secesión de las provincias españolas, sobrevinieron guerras civiles tras guerras civiles, golpes de Estado, dictadores de opereta y de hojalata, conmociones e inestabilidad jurídica. Cada nueva Constitución prometía ser peor que la anterior, amén de prometer una felicidad nunca encontrada. Cien años después de la llamada “Independencia” descendíamos al 20% de la riqueza anterior a 1810. Es decir, eran nuevos crecimientos tumorales insertados, como extraños elementos, a un cuerpo que durante tres siglos había crecido con células jurídicas propias y sanas, que hundían sus raíces en la Tradición. Con esto quiero decir que el legicentrismo sobreviniente se autohabilitaba para determinar discrecionalmente el contenido y límite de los derechos, cuyo fundamento no era la soberanía popular de las Siete Partidas, sino el fundamento “racional-normativo”. La fuente del Derecho ya no provenía de las prácticas y las costumbres, de los fueros, privilegios, franquicias y libertades consuetudinarias, orgánicas, evolutivas, sino de la Constitución misma, a placer, al arbitrio de la razón parlamentaria. La descentralizada estabilidad conservadora había cedido ante la centralizada revolución liberal.
Dos siglos de matarnos entre nosotros lo atestiguan, y tres siglos de paz hispánica lo constatan.