Vuelve y juega: una vez más el papa Francisco ha hablado sobre las cosas del mundo, y otra vez, de una forma difícil de digerir. Nuevamente, el objeto de sus comentarios -espetados durante una entrevista concedida a la televisión suiza- ha sido la guerra en Ucrania. Ya había dicho, en junio de 2022, que quizás ésta, “de alguna manera, fue provocada o no evitada” (por Ucrania y Occidente). En esta ocasión, no ha tenido mejor ocurrencia que insinuar a los ucranianos, que llevan más de dos años resistiendo la agresión rusa contra todo pronóstico, que tengan “el valor de la bandera blanca”.
Haciendo una pirueta argumental, que algunos llamarían jesuítica, el papa ha equiparado la bandera blanca -símbolo inequívoco de la rendición- con la negociación. Según él, Ucrania está derrotada y, aunque se avergüence, debe tener “el coraje de negociar”, porque “si sigues así, ¿cuántas muertes (habrá) entonces?”. Como quien dice, mire usted por dónde, que Ucrania -el agredido- es ahora el responsable de la prolongación de la agresión. Como si no importara la responsabilidad del impenitente agresor, al que aparentemente el pontífice no tiene nada que pedir ni reprochar, y sobre el cual guarda un absoluto y pasmoso silencio.
De todas las reacciones suscitadas por la entrevista, la que más llama la atención es la de la propia Iglesia greco-católica ucraniana, cuyo Sínodo Permanente ha respondido con una reflexión “no sobre las declaraciones del papa, sino sobre el punto de vista de las víctimas de la invasión rusa de Ucrania”. Un punto de vista que no puede ser más claro, al menos para quien quiera ver las cosas como son: “Los ucranianos no pueden rendirse, porque la rendición significa la muerte”.
El episcopado ucraniano advierte que “la historia reciente ha demostrado que con Putin no habrá verdaderas negociaciones”. La conclusión es contundente: “A pesar de las sugerencias sobre la necesidad de negociaciones procedentes de representantes de distintos países, incluido el propio Santo Padre, los ucranianos seguirán defendiendo la libertad y la dignidad para alcanzar una paz que sea justa. Creen en la libertad y en la dignidad humana dada por Dios. Creen en la verdad, la verdad de Dios. Están convencidos de que la verdad de Dios prevalecerá”.
El de Francisco ha sido un pontificado divisivo. Lo ha sido por cuenta de su magisterio, de sus aversiones litúrgicas, de sus favoritismos, entre otros. Puede serlo, también, por cuenta de sus peculiares juicios y sesgos geopolíticos. O, más bien, papapolíticos.
No es que el papa no pueda hablar de las cosas del mundo. La Iglesia, a fin de cuentas, peregrina en el mundo y el mundo no puede serle ajeno. Pero en este momento, pedir a los ucranianos que, para “no llevar al país al suicidio”, se entreguen al verdugo en un patíbulo disfrazado de negociación, es un completo despropósito, no sólo político sino moral.
“Los ucranianos” -remata el papa, quizá para justificar su ocurrencia- “con la historia que tienen, pobrecitos (…) en la época de Stalin, cuánto sufrieron…”. Como si no fuera esa, precisamente, la historia que valientemente, con auténtico coraje, están luchando para no repetir.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales