Tal como está el mundo, que experimenta desde enfrentamientos menores y guerras hasta terremotos y erupciones volcánicas, parecería que todo está empeorando. No hay tal: solamente se está revelando transformaciones que nos permiten mirar más allá.
A medida que vamos expandiendo nuestra consciencia nos podemos dar cuenta de que tenemos una visión limitada del mundo y de la vida, como también de que en ello no hay ningún problema. Todos los días estamos evolucionando, así no nos percatemos de ello; parte del proceso es pasar de miradas convergentes de la existencia -esas que nos mantienen en la segmentación y desde las cuales nos creemos el ombligo planetario- a unas visiones divergentes, que amplían las posibilidades de comprensión sobre lo que nos ocurre tanto en lo individual como en lo colectivo y que nos permiten reconocer la totalidad, así como asumirnos parte integral de ella. Si en la Edad Media pensábamos que éramos el centro del universo y en la Era Moderna llegamos a creer que todo lo podíamos controlar, en estos tiempos de transformación que corren -en este momento de despertar espiritual, que no religioso- podemos reconocer que este planeta es minúsculo, que todo es energía, que existen otras dimensiones de existencia y que la vida como la conocemos es solo una parte de un proceso mucho más grande y misterioso.
Como seguimos en el vano intento de controlar todo, de que las cosas sean a nuestra manera, sentimos miedo, rabia o dolor cuando lo que acaece en medio de la incertidumbre se escapa a nuestra limitada comprensión. El cambio llega con incendios en Australia, el Amazonas o Siberia; con manifestaciones de inconformidad con el modelo político y económico que separa, antes de unir; con revelaciones que se dan no tanto para que lancemos nuestro dedo acusador sino para que nos preguntemos eso de afuera qué tiene que ver con nosotros, por distante que parezca. Estamos acostumbrados a juzgar y condenar, a ver en quienes se equivocan unos desadaptados, como si nosotros no nos erráramos también, solo que en diferentes escenarios y magnitudes. Pretendemos resolver lo externo antes que lo interno, con buena intención, pero desconociendo que la transformación real es de adentro hacia afuera. Mientras nos sigamos preocupando por lo exterior sin ocuparnos de nosotros mismos, el mundo nos parecerá imperfecto, injusto, atroz.
A medida que profundizamos en nuestro interior, que lejos de ser un acto egoísta es un requisito para poder amar a los demás, podemos aceptar que todo lo que hemos vivido ha correspondido para nuestra evolución. No solo el ascenso laboral, sino también el despido; no solo el banquete, sino también la escasez y la sensación de hambre; no solo la salud, sino también la enfermedad; no solo la acogida amorosa, sino también el abandono. Si dejamos de luchar contra eso que nos ha parecido terrible, contra esa historia inmodificable, podremos identificar los aprendizajes que cada una de esas experiencias nos permite. Al dejar de juzgar y condenar lo que pasa, nos hacemos verdaderamente hermanos, dejamos de competir, excluir. En ello radica la perfección del mundo, que en cada momento nos permite ampliar la consciencia. Y si no estamos listos para ello, también es perfecto.