Con independencia de la discusión sobre si la reforma aprobada por el Congreso, que contempla la prisión perpetua para violadores y asesinos de niños -asunto que definirá la Corte Constitucional si, como es probable, se presentan demandas de inconstitucionalidad por razones de forma o por una posible sustitución de la Constitución-, conviene subrayar que lo importante, más que el tipo de penas aplicable a esos criminales, es la necesidad apremiante de buscar mecanismos efectivos y reales con miras a la protección de los derechos de los niños, que -como proclama en la teoría el artículo 44 de la Constitución- prevalecen sobre los derechos de los demás.
Según expresa la norma, la familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación “de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos”, todos calificados por la misma Constitución como fundamentales: “La vida, la integridad física, la salud y la seguridad social, la alimentación equilibrada, su nombre y nacionalidad, tener una familia y no ser separados de ella, el cuidado y amor, la educación y la cultura, la recreación y la libre expresión de su opinión”. Añade que los menores “serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos. Gozarán también de los demás derechos consagrados en la Constitución, en las leyes y en los tratados internacionales ratificados por Colombia”.
Infortunadamente, los hechos demuestran que lo dispuesto en éste y otros preceptos constitucionales, en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989 (aprobada por el Congreso colombiano mediante Ley 12 de 1991), en el Código de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006), en el Código Penal, en el Civil, en las normas sobre bienestar familiar, en los convenios de OIT; en la jurisprudencia de los altos tribunales, no se traduce en la realidad. Ocurre lo contrario. Es como si en el interior de la sociedad se moviera un elemento maligno empeñado en producir exactamente los fenómenos opuestos a tan exigentes reglas. Las normas van por un lado y la suerte y el sufrimiento de los niños por otra.
Los niños son las principales víctimas del conflicto armado (que no ha terminado, pese al Acuerdo de Paz de 2016); de las minas anti personas; de la violencia sexual; de la pornografía; de la pólvora que se quema en diciembre; de las balas perdidas que dispara un borracho irresponsable; del abandono; del trabajo infantil -una inaceptable forma de esclavitud-; de la mendicidad; de la violencia en el interior de la familia; del acoso escolar; del hambre y la desnutrición; de la pobreza; de la imposibilidad de educarse.
Nada de eso se soluciona, ni se mitiga, al conjuro de disposiciones penales. Ya hay suficientes normas. Que se cumplan. Lo que debemos emprender todos -Estado, sociedad, familias, iglesias, establecimientos educativos, jueces, autoridades seccionales y locales, medios de comunicación- es una cruzada nacional por una cultura de respeto y amparo a los niños en todo sentido.