En plena celebración de Reyes me llegó por WhatsApp un mensaje de mi buena amiga Lily Munster, tomando café, con mirada oblicua -cual Gioconda trasnochada- diciéndome socarronamente “te veo muy contentito… ¿ya te pesaste?”. El 9 de enero madrugué a cumplir sus órdenes y al punto observé que, al subirme, ligero de ropas, para mi espanto personal, la báscula me encandiló con un 84.3 kg y según mis cuentas, al salir para una temporada familiar de Navidad y fin de año en Rionegro, Antioquia, la pantalla marcaba 80 kg.
¡Jesús! exclamé y mi hermana María Beatriz, por consolarme, me dijo: “tranquilo, mijo, que esa es la inflación del cambio” y quedé más confundido. Entonces se me vino a la mente la frase lapidaria del señor Murphy: “cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar” y como no suelo tragar entero, para comprobarla en debida forma, al terminar el primer puente festivo del año me soplé varias Costeñas bien heladas, antes de que se acabaran (porque están muy escasas), al día siguiente fui a pesarme y comprobé que el número 84.3 se había convertido -enigmáticamente- en 84.7. Pues no me sirvió ni la corbata y no me quedó más remedio que pedir cita de urgencia con mi médica general.
Llegué al Valle de Lili, no caminando, sino prácticamente rodando, y ella me saludó con una exclamación: ¡Don Jorge, a usted ya es más fácil saltarlo que darle la vuelta! y aproveché el cumplido para preguntarle si el chorizo, el chicharrón, los buñuelos y la natilla engordaban y me respondió, con todo el rigor de la ciencia: “natillas, el que engorda es uno”; luego le comenté que definitivamente ya no podía ver la cebolla ni el pimentón y al punto me ordenó gafas, luego me despidió con “doble el ejercicio y cierre el pico”, y salí más aburrido que un celador sin radio.
Consulté fórmulas de dieta a mi tío Mc Google y me recetó carne vegetariana, que era más saludable para el espíritu y revestía de fibra el alma y la preparaba adecuadamente para las intrincadas y exhaustivas técnicas de la transmigración, fenómeno que sólo interpretaban las voces más autorizadas en la Kabbalah, como Madona - ahora Esther-, Britney Spears, Bárbara Streisand, banda musical a la que estaban solicitando su ingreso otras no menos rutilantes estrellas como Tom Cruise y John Travolta quienes, luego de militar infructuosamente en la Cienciología por varios años, querían irse con su música a otro planeta.
Y comprobé con horror, al despertar un día después, luego del letargo carnestoléndico, que otros famosos, actuales residentes en el Tíbet, como Richard Gere, Bratt Pitt y Jean Claude Van Dame no tuvieron tiempo de llegar a la Kabbalah, porque los soldados de la otrora China comunista se encargaron de masacrarlos al lado del Dalai Lama, su líder espiritual, y sus nombres fueron apareciendo en la película final de sus vidas en estricto orden de desaparición.
Post-it. Frente al alinderamiento sideral de las estrellas, yo me quedé quieto en primera, esperando a que mi heroína, Whitney Houston, se pronunciara, pero nada. Lo que hizo ella fue seguir ahí, impertérrita, metiendo heroína y “contemplando, temblorosa, el misterio palpitante de las constelaciones”, hasta que se fue de este mundo sin pedirme permiso.