Fue singularmente paradójico el que poco después de aprobada la reforma para que delitos sexuales y asesinatos de menores puedan ser sancionados hasta con cadena perpetua, se haya presentado la violación de la niña del pueblo Embera Katio por siete soldados. Lo cierto es que, ante el inequívoco repudio que generó el crimen, la única reacción que le quedó al Presidente Duque fue declarar airadamente que “si nos toca estrenar la cadena perpetua con ellos lo hacemos”. ¿Será que, si se vuelve a presentar un hecho similar, la única solución sea establecer la pena de muerte?
El actual nivel del debate público es pobre en ideas y propuestas sustanciosas y constructivas, salvo contadas excepciones. Es que uno de los rasgos que lo caracterizan, además de la inconducente polarización, es la incapacidad para enjuiciar la realidad con ideas de fondo o principios que expliquen los fenómenos sociales. De aquí proviene la incapacidad para combatir las calamidades que nos afligen pues las atacamos sin atender a sus orígenes. De esta manera se proponen soluciones que sólo atacan las consecuencias de problemas, como los de la violencia sexual, sin atender a sus causas.
Ahora bien, si recordamos antecedentes como el del subteniente Muñoz quien hace diez años violó y asesinó a dos niñas en Arauca, hay que decir que, si bien dentro del Ejército puede haber factores que favorezcan esas conductas, también hay que mirar hacia esferas diferentes de los cuarteles donde se hayan raíces que abren la puerta para que, sin obviar la responsabilidad personal, se presenten conductas aberrantes como las mencionadas.
Y esas raíces están en la educación sexual que impartimos. El punto es que se tornó inaplazable arribar a un consenso racional sobre el tipo de educación sexual que debemos privilegiar en nuestra sociedad, puesto que es allí donde se siembran las semillas de las conductas sexuales rectas, desviadas o incluso aberrantes.
Para avanzar hacia dicho consenso conviene tener en mente dos visiones opuestas de educación sexual. Por un lado, la que podemos llamar “educación para los compromisos estables”. Esta implica la transmisión de valores concretos: autodominio, fidelidad, comprensión, lealtad, apertura a la transmisión de la vida volcando la propia afectividad en los hijos con quienes se asumen nuevos compromisos. Por ir unida a la edificación del carácter, esta educación se transmite mejor en la relación de confianza entre padres e hijos, pero se puede complementar en los centros educativos.
La otra visión es la que podemos denominar “educación para la independencia sexual”. Esta tiene como objeto principal lo placentero en el ejercicio del sexo, la reducción de los riesgos de embarazo o de infecciones de transmisión sexual, el énfasis en las medidas de anticoncepción y la búsqueda de experiencias gratificantes, bien a través del propio cuerpo o a través de relaciones interpersonales que no tienen que ser necesariamente monógamas o con personas del otro sexo, centrándose en sus aspectos lúdicos y sin referencia a compromisos implícitos ni explícitos.
¿Cuál visión conviene privilegiar socialmente?