LAS apuestas políticas y religiosas -en últimas, las diferentes visiones de mundo que cada persona tiene- nos permiten expresar nuestras singularidades. De ello a invalidarnos mutuamente, hay mucho trecho.
La vida sería aburridora si todos pensáramos lo mismo. Por ello, cuando en una pareja las dos personas piensan exactamente lo mismo todo el tiempo, lo más probable es que alguna de las dos haya renunciado a manifestar su individualidad y que se haya fusionado en la otra. Creo que no se trata de eso, sino de que cada ser humano brille con su luz, desde sus errores y aciertos, con el reconocimiento pleno de todo aquello que ha vivido. Entonces, pretender que todos pensemos igual es tanto absurdo como imposible, por lo cual tenemos un llamado esencial a respetar las cosmovisiones de otras culturas, los planteamientos ajenos, las ideas diferentes de las propias. Sin embargo, si miramos con algo de cuidado podemos reconocer que la historia humana está llena de imposiciones de todo orden, que el colonialismo sigue vigente en todo su esplendor.
El ejercicio de vivir en comunidad pasa por comprender que las diferencias son connaturales a la existencia y que es posible elaborar propuestas colectivas desde el disenso. La riqueza humana está justamente en la heterogeneidad de perspectivas, que antes que contradictorias son complementarias. Entonces, ¿qué es lo que nos impide reconocer plenamente a otro ser humano? El miedo. Miedo a sentir amenazado nuestro lugar en el mundo, miedo de que si no imponemos nuestra visión la vida va a colapsar. El miedo es lo opuesto al amor: cuando nos desconectamos de esa fuerza vital de creación nos alineamos con las fuerzas menores de la destrucción, las gobernadas por la zozobra, la angustia y el pánico. Las acciones expansionistas que hemos registrado desde hace milenios, esas exhibiciones de poderío y aparente grandeza, no son expresiones de valentía sino todo lo contrario: es el miedo a perder el control, esa vana ilusión de pretender que la vida sea como nosotros queremos, desconociendo que la vida es como es, que es mucho más grande que un individuo o cualquier conglomerado humano.
Es el miedo la emoción que no nos permite dialogar, pues en el diálogo es imprescindible el reconocimiento del otro. Si validamos a los demás como iguales a nosotros, estamos también siendo conscientes de su poder y su fuerza, sus capacidades, luces y sombras, lo cual resulta intimidante cuando estamos desconectados del amor como fuerza. Desde esa sensación de amenaza lo más fácil es negar a esos diferentes, rotularlos como los “malos” mientras nosotros encarnamos a los “buenos”. Así, quedamos presos en la dualidad, lejos de poder reconocer que en realidad somos uno solo, con múltiples expresiones y facetas. Creernos los buenos además de falso es peligroso, pues esta supuesta verdad se puede convertir en una patente de corso para hacer lo que se nos venga en gana: imponer una fe religiosa, un régimen de gobierno, unas prácticas culturales. La salida es desde adentro, cuando en conexión con la esencia vibramos en la confianza de ser quienes somos y en la gratitud por lo que las diferencias pueden enseñarnos. Reconocernos mutuamente y dialogar es, entonces, un camino sensato.