Las cifras del DANE sobre el crecimiento de la pobreza en 2019 dejaron sorprendida a la audiencia nacional. Son 660 mil personas más en la línea de pobreza y 700.000 más en pobreza extrema. Las nuevas mediciones pusieron de presente que desde el 2011 se habían quedado sin registrar casi 4 millones de pobres. No aparecían en el tablero y, por eso, se quedaron sin protección estatal.
Esto ocurre cuando el Banco Mundial reconoció que la calidad de intervención de Estado Central ha mejorado. Además, son notorios los aciertos del gobierno Duque en enfrentar la pandemia: el sistema de salud ha dado un paso gigantesco hacia adelante y el programa Ingreso Solidario ha llegado a casi 3 millones de familias.
En el mismo sentido, la consolidación competitiva de Colombia que se ha propuesto el Ministerio de Comercio Exterior, abre un margen de esperanza en este mar proceloso del escepticismo mundial, acrecentado por el amenazador rebrote europeo que refleja el incierto comportamiento del Covid-19. La oportunidad de esas políticas y programas explican el alza en los índices de confianza empresarial y comercial, dados a conocer por Fedesarrollo.
La trayectoria de la reactivación muestra una cara positiva que desmentirá los vaticinios del FMI sobre una contracción del PIB de -8.2, superior a la media latinoamericana. En fin, a pesar de la estrechez fiscal en que se mueve la economía, destacados analistas han insistido en que hay que darle más plata a la gente y a las empresas para recuperar la economía y producir empleo, así toque endeudarse mucho más. Del ingreso de los obreros, de las familias, va a depender el grado de optimismo y de “aguante” que se requiere para emprender las reformas tributaria, laboral y pensional. Tamañas e inevitables decisiones, exigen un clima de concordia y seriedad para que realmente resuelvan nuestros problemas, siempre aplazados y que la pandemia hizo evidentes.
Ciertamente, no es la hora para referendos, propuestos más desde la emoción que desde la reflexión. Tampoco es la hora de paros irresponsables que atentan contra la salud, contra la educación de nuestros niños y adolescentes, contra el empleo, contra el comercio, contra la movilidad y llenan de zozobra a la ciudadanía. Son otros los interrogantes que gravitan sobre la sociedad colombiana y más altas las obligaciones de sus dirigentes democráticos. La tradicional moderación del espíritu nacional, hoy herida por la polarización insensata, es un haber al que hay que recurrir para evitarle a Colombia la tragedia que viven otros pueblos vecinos. Que los colombianos nunca transiten los tristes caminos del exilio debe ser un propósito central de nuestra democracia.
La contracultura de los extremismos debe ser vencida con inteligencia, constancia y probidad en el comportamiento de los hombres de la democracia. No es pensable, por ejemplo, que las reformas arriba mencionadas puedan tener exitoso trámite en las Cámaras y comprensión de la ciudadanía, si no las precede un amplio acuerdo político y social. Ellas pueden significar, en el contexto del entendimiento, la gran transición hacia una economía dinámica y equitativa que en los próximos lustros derrote la desigualdad y la pobreza que nos circunda.