NO conozco alguna persona que no arrastre algún dolor desde la infancia. Tal vez sea porque la bienvenida a la vida es una mezcla de placer y dolor, un desprendimiento que se entrelaza con un aferramiento: salir del vientre materno no es fácil en ninguna circunstancia, pues esa conexión con la madre es tan poderosa que soltarla es nuestra primera muerte; nos aferramos luego al seno materno, creando una nueva relación que transitará desde la dependencia hasta la autonomía. Pero como cada ser humano es un universo completo, todo parto es tan único que las generalizaciones solo sirven para describir procesos comunes y no para dar cuenta de las experiencias individuales. Es justamente en ellas donde todos danzamos entre placeres y dolores, que no sufrimientos. No es lo mismo haber nacido halado por fórceps que a través de una cesárea, o por parto natural en una sala hospitalaria que en casa recibido por una amorosa partera. Vivimos los procesos que nos corresponden, los precisos para evolucionar e ir ampliando nuestra consciencia.
Por ello son tan importantes las alegrías y los dolores, pues a través de ellos aprendemos a descifrar este tramo de existencia. Los primeros dolores están relacionados con mamá y papá, con esos seres maravillosos que nos prestaron el excelso servicio de permitir nuestra encarnación, sin importar qué pasó después. Se nos suele olvidar que son tan humanos como nosotros: también atravesaron la vida intrauterina, el parto y la infancia, igualmente tuvieron miedos y dolores, y como nosotros aprendieron lo que pudieron, constituido luego en nuestra herencia fundamental. ¡Claro que se equivocaron en nuestra crianza, como sus padres y los padres de sus padres! Como nosotros, si ya tenemos descendencia. Aprendieron a abandonar si fueron abandonados, a maltratar si el buen trato fue escaso, a negar si a su vez fueron negados. Arrastramos cadenas agridulces de amor y desamor, muchas veces ocultas en lo profundo de nuestra memoria, en la rigidez de nuestros músculos. Entonces, tenemos muchas cosas que sanar con mamá y papá o con quienes hicieron las veces de cuidadores: abuelos, tías, padrinos, padres adoptantes, inclusive hermanos mayores.
La buena noticia es que en cualquier momento de la vida podemos sanar esos dolores de infancia. Como adultos podemos abrazar a esos niños interiores que todos albergamos, reconocerles, honrarles y facilitar su recuperación emocional. Como ya no tenemos tres años ni cinco, no necesitamos a la mamá y el papá de esos años, cuando se crearon nuestras primeras heridas. Independientemente de cómo hayan desempeñado sus responsabilidades de paternidad y maternidad –con sus sombras y luces– podemos recrear en nuestro interior a nuestro padre y nuestra madre, para que nos abracen, contengan y amen incondicionalmente. Eso es reparentalizar: reconstruir –o construir, cuando no se haya dado– la experiencia de ser hijos de esa mamá y ese papá que tuvimos la fortuna de tener. Es un proceso terapéutico que integra mente, emoción y cuerpo, a partir del cual podemos aceptar nuestra historia y transformar en presente nuestra relación con ella. Sanarnos siempre es posible.