Siempre nos falta tiempo para entrar en diálogo con nosotros, para reflexionar, para compartir esa abstracción, para cooperar y colaborar generosamente unos con otros, de manera que garanticemos asistencia a todos los necesitados. No olvidemos que asistimos al mayor movimiento de personas de la historia. De ahí la importancia de confluir ideas y pensamientos, de redoblar esfuerzos por entendernos, de auxiliarnos en momentos de dificultades, ante los diversos itinerarios que se nos ofrecen o que tomamos. Es el momento de la interiorización, de ahondar en nuestra propia identidad humanística, de conjugar lo esencial sobre todo lo demás, que es donde verdaderamente reside lo auténtico del ser humano.
Aprendamos a discernir. La cuestión no son las aventuras aparentes del vicio, ni la hipocresía que nos enmascara y divide, con todas las maldades, adoctrinándonos a su antojo por doquier, sino la revuelta a uno mismo, que es lo verdaderamente trascendente y cambiante. A los hechos me remito: mientras a más de la mitad de la población mundial se le viene usurpando la hondura de un derecho tan básico como la protección social, sin embargo se omite que la pobreza del mundo es el mayor escándalo de una especie pensante, hasta el punto que contradice nuestra propia razón de vida, en la medida que unos lo acaparan todo y otros no tienen nada.
Por ello, cada día estoy más convencido de que la crisis que estamos viviendo en este momento nos exige un retorno a nuestra realidad de seres humanos, de moradores del mundo. La persona humana es lo máximo a defender. No podemos quedarnos en la superficialidad del camino. Hemos de adentrarnos en lo que somos. Y en este sentido, nuestra principal liberación, pasa por rescatarnos de esa poderosa estructura económica y social que nos esclaviza, internamente tanto, hasta el extremo de dejarnos sin conciencia. Déjennos al menos gritar, exponer nuestra disconformidad ante tantos espíritus corruptos, que han hecho de la soberbia, la simiente de todos los problemas, destruyendo todas nuestras bondades internas en su conjunto.
Hay que volver, pues, a ese mundo interior que cada cual llevamos consigo como parte de nuestra historia, y también como activo de nuestro futuro. Tanto es así, que si no tenemos sosiego dentro de nosotros, difícilmente vamos a encontrarlo fuera. No podemos caer en el olvido de lo que somos. Si en verdad queremos sentirnos bien, hemos de propiciar otro espíritu más de donación que de avaricia. Hoy más que nunca necesitamos de esa entrega generosa, pues por mucho que las Naciones Unidas trabajen para forjar un nuevo pacto mundial que regule la migración de forma segura y ordenada, no habrá avance si nuestro corazón permanece cerrado. Perdemos la dirección y también nos perdemos a nosotros mismos. Lo verdaderamente gratificante es caminar unidos, en familia, que es lo que da valor a nuestra coexistencia. Únicamente desde esta unidad de principios internos y naturales, por muy diversos que nos parezcan, se puede abrazar lo armónico; ese equilibrio natural que todos buscamos y necesitamos.
Respóndanme, si no, ¿pero qué es la vida sin ese reencuentro con la verdad, con la paz interior que todos requerimos? Ojalá aprendamos a salir de estas mercaderías, todas ellas repletas de batallas inútiles, que nos han dejado sin sentimientos, algo que debe existir, por pura fraternización, entre cuantos tienen un mismo origen y un idéntico destino. Por tanto, nos vendría bien que, en el retorno hacia nuestro interior, pudiésemos celebrar lo que en su momento dijo San Agustín: “es mayor gloria dar muerte a la guerra con la palabra, que matar a los hombres con el hierro: y es auténtica gloria ganar la paz con la paz” (S. Agust. Epist. CCXXIX, 2; PL 1019). No produzcamos más armas, por favor. Cerremos todas las fábricas. Que la alianza más desacertada es mejor que la ofensiva más justa.