Sanna Marin es la primera ministra de Finlandia, tiene 36 años, alto grado de preparación, y es hermosa.
Como se sabe, Finlandia es uno de los países con mayor nivel de desarrollo humano.
En tal sentido, ostenta notables resultados en términos de igualdad.
En particular, y entre otras muchas, el sexismo parecía derrotado.
Pero lo que sucedió hace unas cuantas semanas con Sanna Marin no apunta exactamente en esa dirección.
Lo cierto es que estos hechos, que tuvieron cierta ventilación mediática, no son cuestión aislada ni efímera.
En efecto, asaltando su intimidad, se filtraron vídeos en los que ella baila, ríe y canta, divirtiéndose como cualquier individuo.
Por supuesto, los amargados -misóginos y homófobos- de todas las horas, no podían aceptar que la risa y la alegría caracterizaran a una gobernante.
Como en “El Nombre de la Rosa”, de Umberto Eco, se prefiere el crimen antes que la felicidad contagiosa.
Promoviendo la imagen del dirigente como sujeto adusto, recogido, recluido, reprimido, huraño, egoísta y monacal, los opositores decidieron perseguirla.
Conscientes de que “la gente solo ve lo que quiere ver” y que, por ende, todo escándalo es políticamente rentable, la sometieron al escarnio.
Bajo creciente presión de diversos sectores, ella misma se vio obligada a aceptar que, ni siquiera una sociedad como la suya, está libre de prejuicios represivos y esquemas persistentes de dominación y discriminación.
Estereotipando y, a veces, idealizando a los nórdicos, se supone que en tales entornos no caben ciertas disfunciones que se asocian, pérfidamente, a sociedades menos industrializadas o menos escolarizadas.
Como sea, se sometió voluntariamente a exámenes que demostraron que no se había drogado.
Y aun así, lejos de aplacar a los inquisidores, les dio bríos.
Y ella, que creció orgullosa al lado de su madre homosexual, que tuvo que labrarse su futuro trabajando y estudiando al mismo tiempo, se vio atrapada en un torbellino de hipocresía, suspicacia y escrutinio ideológico.
De hecho, hubiese podido evadir, o descartar de un solo tajo semejante animosidad destructiva, pero prefirió la docilidad con tal de no poner su cargo en riesgo.
Rayando en el victimismo, pronunció un discurso con voz entrecortada y lágrimas incluidas, sosteniendo que jamás había incumplido ni faltado a su trabajo.
En otras palabras, solo cuando la vieron asumiendo ese rol de “mater dolorosa” y rindiéndoles tributo al patriarcado, los censores se calmaron.
En resumen, la idílica representación de una sociedad integrada y cohesiva no pasa de ser una ilusión.
Son muchas las conductas e interacciones que hacen falta para constatar que ciertos avances están relativamente asegurados.
La lucha por la igualdad de género, la inclusión y la articulación, apenas está comenzando.
Y el caso Sanna Marin es tan solo un ejemplo. El mejor y más reciente de todos los ejemplos.
vicentetorrijos.com