"Corrupción socava la democracia y allana el camino al populismo”
La corrupción es actualmente una de las principales amenazas a la estabilidad democrática y la integridad institucional en América Latina. En efecto: la región parece padecer un síndrome intenso de corrupción adquirida. Síndrome, es decir, un “conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa”. Signos, manifestaciones visibles e inocultables de un problema que ya no es simplemente estructural sino sistémico. Intenso, por sus proporciones, por su profundidad, por el entramado tan denso de relaciones entre diversos agentes que ha contaminado. De corrupción, en múltiples formas y manifestaciones: política, administrativa, económica, pública y privada. Adquirida, porque aunque este síndrome haya sido facilitado por algunas disfuncionalidades institucionales, es sobre todo el resultado de prácticas sofisticadas que de tanto reiterarse se han ido normalizando, no obstante los riesgos que ello implica para el conjunto de la sociedad.
Entre muchas otras cosas, la corrupción supone la privatización criminal de lo público. El corrupto secuestra la ley para transgredirla o para eludirla en su propio beneficio económico y material. El corrupto expropia a la sociedad bienes públicos que son esenciales para su buen funcionamiento (desde los recursos del erario hasta la libre competencia, sin la cual tampoco hay libre mercado). El corrupto captura el proceso democrático y pervierte la voluntad ciudadana. La corrupción socava los fundamentos mismos del Estado de Derecho, de la democracia y de la buena gobernanza: el imperio de la ley, la rendición de cuentas de las autoridades ante los ciudadanos, la eficiencia y eficacia de la acción gubernamental.
Si antaño las principales amenazas a la democracia provenían del riesgo de golpes militares o de levantamientos insurgentes, hoy en día la corrupción se presenta como una verdadera incubadora de riesgos para la democracia efectiva en los países de América Latina. Hay prácticas corruptas que acaban diluyendo la separación de poderes, cuandoquiera que entre ellos se establece una simbiosis perversa, particularmente grave cuando vuelve nugatoria la independencia y la autonomía de los jueces. La consecuencia obvia de la corrupción política es la pérdida de confianza y credibilidad de las instituciones frente a la ciudadanía. Y cuando las instituciones ya no gozan de la confianza, ni las leyes de la credibilidad ciudadanas, aumenta exponencialmente la tentación de buscar la solución a los problemas sociales y la respuesta a las demandas y expectativas de la población al margen de la ley y por fuera de las instituciones. Algo similar ocurre con los procesos democráticos: cuando la corrupción define los resultados electorales no son sólo estos, sino las autoridades y cuerpos colegiados así constituidos, los que quedan en entredicho.
Lo anterior allana paulatinamente el camino al populismo: a las promesas redentoras de quienes se auto-atribuyen una superioridad moral frente al “sistema” o el “establecimiento” e incluso, frente al “orden político”, y que por eso invocan su abolición y, como corolario, su “refundación”. Una “refundación”, por otro lado, que rara vez trae consigo más democracia, y casi siempre trae más corrupción.
Hay que luchar decididamente contra la corrupción si se quiere preservar la democracia y la integridad de las instituciones. Pero hay que tener mucho cuidado en la selección de la estrategia y en la definición de las herramientas para hacerlo. El fetichismo anticorrupción puede ser tan perjudicial como la connivencia y la tolerancia con la corrupción. A veces, la bandera de la lucha contra la corrupción puede encubrir simplemente la ambición política de algunos líderes oportunistas.
Se requiere la sinergia entre el Estado, la empresa privada y la ciudadanía para luchar eficazmente contra la corrupción. La estrategia no puede ser puramente legalista, y debe evitarse caer en el terreno de la demagogia punitiva. En el fondo, la corrupción es un agregado de prácticas; y por lo tanto es en el cambio de prácticas donde debe concentrarse buena parte del esfuerzo. Si los líderes democráticos no cambian las prácticas, serán los no-democráticos los que lo hagan. Entonces, se perderán al mismo tiempo la batalla contra la corrupción y la batalla por la democracia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales