Hemos convertido el mundo en una cubierta de sin razones, a causa de sangrientos conflictos, haciendo cada día más complicado transitar por los caminos de la vida de manera segura. El orgullo de quienes no ambicionan acoger es marginar, destruir, generar un infierno de desconciertos, donde nadie respete a nadie y todo se ponga en entredicho. Para desgracia nuestra, hemos olvidado que somos un proyecto de paz, no de guerra, y que a pesar de las dificultades halladas en el camino, somos un signo de ilusión. Por tanto, no podemos caer en la desolación y rearmarnos para sentirnos grandes, sino más bien hemos de ser inclusivos con todas las culturas, pues todos nos merecemos un lugar seguro donde vivir, además de que nadie puede ser considerado inservible, fuera de lugar o eliminado.
Todo esto adquiere en el momento presente un significado especial, ya que cada día son más los moradores que se lanzan a la búsqueda de condiciones más humanas. No es extraño, subsiguientemente, que estos movimientos migratorios susciten en un principio cierto recelo y rechazo, pero tenemos que acostumbrarnos a ser personas hospitalarias, para que se activen las concurrencias entre análogos. Irremediablemente, hemos de entendernos y no vulnerar los derechos fundamentales a los que todos tenemos el deber de respetar.
"La guerra en Afganistán no tiene solución militar y las partes deben unirse para encontrar alternativas políticas", lo acaba de afirmar recientemente el Secretario General de la ONU en Kabul. Todavía hay unas 600.000 personas sitiadas en Siria. Ante esta brutalidad, cualquier oportunidad es buena. Por tanto, las conversaciones de Ginebra del 28 de junio para buscar una salida pacífica negociada al conflicto en beneficio del pueblo sirio, es un motivo más para la esperanza. Confiamos que lo sea.
Trabajar unidos en ese proyecto armónico del que formamos parte todos, sin exclusiones, nos interesa a la humanidad en su conjunto. No es de recibo, por consiguiente, aglutinar maldades como forma de energía. Somos gente de vida, no de muerte. Queremos vivir. Deseamos cohabitar y convivir, y la mejor manera de hacerlo, es con disponibilidad de unos para con otros, sin levantar muros infranqueables. Por ello, es importante subrayar ese espíritu de cooperación/colaboración, mirando la realidad que nos circunda, desde una visión más hermanada, en la que todos trabajemos por la ecuanimidad. Que la paz, como dijo el filósofo Baruch Spinoza (1632-.1677), “no es la ausencia de guerra, es una virtud, un estado de la mente, una disposición a la benevolencia, la confianza y la justicia”. Ciertamente, no puede haber sosiego si nuestro sentimiento se vuelve egoísta, pues somos seres en relación, lo que nos exige un cultivo de solidaridad y de apuesta por una mentalidad que aliente y alimente a ensamblarse unos con otros, lejos de divergencias e inmoralidades.
En consecuencia, debemos resistir frente al cinismo, pero también levantar nuestra voz ante el huracán de atmósferas discriminatorias que nos denigran a todos. Ha llegado el momento de construir puentes, de tender la mano y de abrazar sin miedo la defensa de los derechos humanos. Como sea, hay que hallar mecanismos que garanticen justicia para las víctimas, sobre todo cuando el atropello sufrido equivalga a un crimen de lesa humanidad. El mundo ha de reformarse hacia acuerdos de equilibrio de derechos y obligaciones, asegurando una igualdad de condiciones. Al fin y al cabo, la cuestión es agruparnos para hacernos la vida más fácil, máxime en un período en el que urge incrementar la ayuda humanitaria en muchas partes del planeta.