La vida es complicada, unas veces más que otras. Así como he tenido momentos de gozo, también he vivido la desesperación y, confieso, ganas de que todo se acabe.
Hay quienes ven en el suicidio un acto de valentía, tal vez porque el suicida se aventura voluntariamente a cruzar el umbral de la muerte, paso ante el cual la mayoría de las personas sienten miedo, por lo menos en Occidente, nutrido por las escabrosas imágenes de la pasión y muerte de Jesús; aquí aún nos cuesta trabajo reconocer que la existencia no termina cuando fallecemos, sino que continúa eternamente. Para otras personas, por el contrario, suicidarse constituye un acto de cobardía, pues quien lo hace parece no ser capaz de asumir la realidad, aceptar aquello que pasa, y encuentra una salida aparentemente fácil a un cúmulo de problemas que se ven irresolubles o simplemente al desencanto por la vida. Lejos estoy de juzgar a quien se suicida, bien sea porque ante una enfermedad terminal decide acudir a la eutanasia o porque en algún recodo del camino corta su hilo vital.
Personas cercanas decidieron aplicarse la eutanasia y otras se suicidaron, incluyendo a una antigua pareja. Una de ellas, en su lecho de enferma, me preguntaba qué creía yo sobre la muerte y qué hay más allá. Con otra, tras cometer varios intentos de suicidio -uno de ellos ante el cual me sentí absolutamente impotente-, pude hablar sobre lo que en aquel momento de juventud pensaba yo sobre la vida; nada de ello funcionó y la noticia de su suicidio fue como una puñalada en mi pecho. Hoy puedo comprender que tras cada acto de atentar contra la propia vida hay, sobre todo, una profunda desconexión con quien se es y con aquello más grande que nosotros, lo cual nos envuelve y trasciende, llamémosle Dios, Jehová, Yahvéh, la Fuente o la Energía… Y ante esa desconexión -que en verdad no es real, pues a pesar de nosotros mismos siempre estamos conectados- siento una profunda compasión.
Perder el sentido de conexión nos lleva al caos, a niveles de entropía que se expresan en el desdén por la vida. En esa espiral descendente no somos capaces de comprender que aquello que vivimos es, fundamentalmente, nuestra responsabilidad y que para evolucionar necesitamos asumirla, ben sea quiebra, enfermedad, ruptura sentimental o cualquier equivocación. Tener consciencia de la conexión con Dios nos permite reconocer que pase lo que pase estamos protegidos y que finalmente todo se resuelve, así no sea de la manera en que imaginamos o queremos. Necesitamos profundizar en nuestro autoconocimiento, orar y meditar permanentemente para activar esa conexión esencial. ¡Sabernos y sentirnos conectados nos permite abrazar la vida en todo instante!