Muy bien que el Estado admita su responsabilidad en el magnicidio de don Guillermo Cano acaecido el diez y siete de diciembre de 1986, así como no haberle brindado la debida protección, crimen cuya investigación ha sido defectuosa. El acto que se celebrará el próximo nueve de febrero del 2024, día del periodista, en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, tiene especial significado, es un reconocimiento a quien valerosamente enfrentó la demencial acción del narcotráfico contra todo abuso del poder, inerme, dedicó su vida a la defensa de la democracia, de la libertad de expresión, de la vigencia de los derechos humanos, rindió culto a la inteligencia, creyó siempre que en los seres humanos debe privar la racionalidad y así lo consignó durante décadas en sus editoriales, en la Libreta de Apuntes, en las instrucciones a los colaboradores, para preservar la objetividad de la noticia, el comentario responsable sin censura, cimiento firme de un periódico respetable.
Sin embargo, está plenamente probado que el autor intelectual del asesinato, el capo Pablo Escobar, impartió la orden de cometerlo, organizó a los sicarios, se empeñó en acallar al gran periodista que le estorbaba para seguir cometiendo sus fechorías. Por eso, aún después de muerto el director de El Espectador continuó realizando atentados pensando que derrotaría a ese Estado ahora reconocedor de su debilidad ante la atroz embestida.
El tema nos conduce a reflexionar, estuvimos de acuerdo con don Guillermo Cano y conservamos la misma posición treinta y siete años después en referencia a la inmensa equivocación de pactar con los delincuentes, de negociar la vigencia de las instituciones en aras de obtener la Paz otorgando impunidad y adquiriendo el compromiso de financiar a los grupos ilegales para que cesen la comisión de delitos reemplazando con cargas fiscales las inmensas sumas -aun no cuantificadas- que perciben por secuestros y chantajes, cometidos bajo la falsa premisa de que corresponden a la lucha armada política.
Hace mucho tiempo don Guillermo Cano anotaba en su tinta indeleble, “como quien no quiere la cosa, se ha venido sembrando la semilla de la deshonestidad a lo largo y lo ancho, en los cuatro puntos cardinales del territorio de Colombia. Las pequeñas plantaciones de la deshonestidad fructificaron en el territorio abonado de la indiferencia nacional, de la opinión pública adormecida y de una autoridad complaciente cuando no cómplice. Y lo que en un principio eran aislados sembradíos de inmoralidad tolerada fueron arrojando nuevas y refinadas semillas de deshonestidad. Y cuando algún celoso y responsable jardinero quiso cortar con la hoz de la justicia el tallo en pleno crecimiento de la mala yerba fue abruptamente relevado de su alta condición de vigilante insospechable del jardín moral de Colombia”.
Que el Estado se declare responsable del asesinato no basta si el Gobierno persiste en que los deshonestos valen más que los millones de ciudadanos éticos y honrados. La inmoralidad apabulla. Definitivamente es más fácil divulgarla que promulgar la decencia.