"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada". Así empieza a contar Tolstoi la historia de Ana Karenina. Quizás la frase pudiera servir de introducción, o al menos como epígrafe, a la hora de narrar la historia política contemporánea de América Latina.
Todas las familias felices se parecen unas a otras. La del guatemalteco Álvaro Colom y su esposa Sandra Torres, oportunamente divorciados para que ella pudiera aspirar sin inhabilidades ni remordimientos a la presidencia de su país. La de Néstor Kirchner y su viuda, heredera alegre del capital político de su esposo y quien sueña quizás con que algún día habrán de aprovecharlo sus retoños, Máximo y Florencia (que por ahora gozan, por lo menos, del capital económico labrado con hábil esmero por sus progenitores). La de las infantas Rosa Virginia y Maria Gabriela, hijas del fallecido comandante eterno (¡vaya el oxímoron!), y dichosas usufructuarias de La Casona, a la que convirtieron, como dicen algunos, en "sala de festejos" con cargo a la Nación venezolana. La de Daniel Ortega y Rosario Murillo, recientemente unidos en matrimonio electoral, incluyendo al promisorio asesor para las inversiones del Gobierno de Nicaragua (y también de la familia), Laureano Ortega Murillo; aunque de pronto no a Zoilamérica Narváez Murillo, que en 1998 denunció a su padrastro por abuso sexual y agresiones físicas, en una causa que la justicia nicaragüense declaró prescrita años después, para tranquilidad de quien luego fuera merecidamente acreedor del Premio Internacional Gadafi de Derechos Humanos.
Pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. A los Colom Torres, les frustró el sueño de la perpetuación en el poder el cómico Morales. A la viuda de Kirchner y a sus vástagos los viene cercando la justicia argentina, y al paso que van, no hallarán refugio ni en El Calafate. Las jóvenes Chávez, una de las cuales se entretiene en Nueva York jugando a diplomática, discretamente asisten al descalabro revolucionario que tarde o temprano les pasará tambien factura a ellas (y no solo por concepto de cánones vencidos). Y aunque los Ortega Murillo tengan por seguro que no hay cómo perder, ni en los negocios, ni en el faraónico canal, ni en los tribunales, ni en la farsa de noviembre, saben bien que su felicidad (como la de todos los de su ralea) pende siempre de un hilo, el delicado hilo de la historia... Y que como todos los demás, hallarán tarde o temprano su desgracia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales