Por Eric Posner *
Project Syndicate
LUEGO DE un discurso de Sean O’Brien, el presidente del sindicato Teamsters, en la Convención Nacional Republicana el mes pasado, un análisis del New York Times consideró si el partido, realmente, podría llevar a cabo una agenda populista en respaldo de los trabajadores. Si bien Donald Trump nunca ha manifestado mucho interés por los derechos de los trabajadores, muchos de sus acólitos sí. Los senadores republicanos Josh Hawley, Roger Marshall, Marco Rubio y J.D. Vance (el candidato vicepresidencial del partido) se han puesto del lado de los trabajadores en los debates sobre políticas en torno a la organización laboral, el salario mínimo y las protecciones de los trabajadores.
Hawley, por ejemplo, recientemente declaró que “es hora de que los republicanos acepten a los sindicatos de los trabajadores… He estado en los piquetes con Teamsters. Voté para ayudarlos a sindicalizar a Amazon. Apoyé la huelga de trenes y la huelga de los trabajadores de la industria automotriz. Y estoy orgulloso de eso”.
Hawley acompañó esta oda al trabajo con un canto al nacionalismo cristiano que fastidiará a muchos defensores de los trabajadores, que tienden a ser liberales. No hizo más que recurrir a una tradición republicana de larga data que consiste en atraer a los trabajadores apelando a sus compromisos morales y religiosos. Pero su apoyo a la organización laboral y a otras protecciones de los trabajadores −incluido el salario mínimo y una mayor aplicación de las leyes antimonopolio− efectivamente representa un cambio fundamental con respecto al Partido Republicano del siglo pasado.
Esta estrategia parece llenar un casillero vacío en la matriz de la política estadounidense. Los votantes se pueden clasificar en dos dimensiones: socialmente conservadores versus liberales/progresistas; y pro-mercado versus descreídos de los mercados. Si bien hay liberales pro-mercado (como muchos emprendedores de Silicon Valley) y liberales anti-mercado (como los demócratas del New Deal), los conservadores sociales han permanecido durante mucho tiempo en la coalición republicana junto con partidarios del libre mercado que celebran la acumulación de riqueza y, a veces, hasta el hedonismo y la codicia absolutos. Sin embargo, estos valores no están en sintonía con la cristiandad, que enseña a sus seguidores a rechazar la vanidad y los valores materialistas. (Asimismo, el catolicismo tiene una larga tradición de exaltar a los pobres y desconfiar del comercio).
Al promover el nacionalismo cristiano, Hawley pretende maridar el conservadurismo social con el escepticismo del mercado. Se puede ver la lógica política. Antes de los años 1990, el propio Partido Demócrata era liberal en cuestiones sociales y escéptico de los mercados. Pero al menos desde la administración del presidente Bill Clinton, ha hecho las paces con las grandes empresas.
Clinton aceptó la filosofía pro-mercado que Ronald Reagan había hecho respetable, y también lo hizo Barack Obama. La mayoría de sus designados para puestos vinculados a la política económica descreían de la regulación.
Esta aceptación bipartidista de los mercados llegó a definir una era en la que los salarios de los trabajadores se estancaron mientras que los titanes corporativos se volvieron más ricos. En tanto algunos libertarios enfilaron hacia el Partido Demócrata (ahora que había abrazado el libre mercado), republicanos como Hawley se dieron cuenta de que podían arrancarle votos a la clase trabajadora repudiando a los ricos que se habían pasado al otro bando, cambiando el dinero de unos pocos por los votos de muchos.
Cuando Hawley condena a las “corporaciones woke”, saca provecho del creciente disgusto de los republicanos de base con las elites adineradas. Muchos políticos republicanos se quejan de que las empresas han violado su quid pro quo implícito: las empresas serían libres de ganar dinero siempre que se sometieran al ala religiosa del partido en cuestiones morales y religiosas. Pero esta alianza antinatural no podía durar mucho porque, para maximizar las ganancias, muchas corporaciones han seguido a clientes e inversores en tanto la cultura en general se ha ido desplazando hacia la izquierda.
Reconciliación concebible
Una reconciliación del republicanismo y los intereses de los trabajadores también es concebible en términos filosóficos. Durante la era Reagan, los economistas suponían que los mercados laborales eran inherentemente competitivos, lo que daba a entender que los sindicatos deben ser carteles que presionan por salarios por encima de la tasa competitiva, reduciendo en definitiva la producción y perjudicando a los consumidores. De igual modo, las leyes de salario mínimo necesariamente conducirían a un mayor desempleo. En tanto los economistas defendían la desregulación del mercado laboral, las empresas transformaban la teoría en ortodoxia y los republicanos (y, llegado el caso, los demócratas) pugnaban por un respaldo empresarial con la promesa de convertir la nueva ortodoxia en política.
En la práctica, sin embargo, la desregulación −junto con otras fuerzas, como la globalización y los avances tecnológicos que favorecían las economías de escala− benefició a las grandes empresas. En poco tiempo, un puñado de empresas pasó a dominar un amplio rango de mercados, lo cual tuvo dos implicancias importantes. Primero, que las corporaciones fueran menos innovadoras y productivas de lo que habrían sido en mercados competitivos. Segundo, que los excedentes generados por la actividad económica beneficiaran más a los inversores, y menos a los consumidores y trabajadores. En tanto el crecimiento económico se debilitó, la desigualdad se amplió, y esto quedó demostrado por el enorme incremento de la brecha entre la compensación de los trabajadores y la de los ejecutivos.
Un flujo de investigación en los últimos años ha demostrado que los mercados laborales no son tan competitivos después de todo. Los trabajadores no pueden pasar fluidamente de un empleo a otro, porque enfrentan una variedad de obstáculos como altos costos de búsqueda y la falta de empleadores que compitan por contratarlos. Y como los trabajadores no pueden cambiar fácilmente de empleo, los empleadores se benefician pagándoles menos y subempleándolos. En este mundo, los sindicatos no necesariamente reducen la productividad (es más, la evidencia que comprueba este tipo de efecto siempre fue excesivamente escasa); la legislación sobre salario mínimo puede hacer subir los salarios sin reducir el empleo (como demuestran muchos estudios), y la aplicación de leyes antimonopolio puede restablecer la competencia en los mercados laborales, lo que derivaría en mejores salarios y mayor productividad.
Hawley quiere obligar a los republicanos pro-mercado tradicionales a elegir. Deben aceptar que la economía de libre mercado ha fracasado y apoyar la intervención del Gobierno para ayudar a los trabajadores o deben reconocerse a sí mismos como títeres corporativos que defienden los intereses de las empresas por sobre los trabajadores para mantener el flujo de donaciones al partido de la clase que es dueña del capital. La visión de Hawley de una sociedad cristiana con restricciones legales a los excesos de capitalismo no podría diferir más del capitalismo trumpiano, que es desenfrenado en lugar de restringido.
En este sentido, Trump es un republicano clásico. Sus elegidos para la Junta Nacional de Relaciones Laborales, el Departamento de Trabajo y la Corte Suprema se pusieron del lado de las corporaciones en todas las cuestiones relevantes, y su logro insignia en materia de políticas como presidente fue un recorte de los impuestos corporativos. Los multimillonarios de Silicon Valley y Wall Street que siguen su estandarte en masa apuestan a que los respalde a ellos, no a los trabajadores. Contrariamente a los ideólogos de MAGA, Trump es un nacionalista y un plutócrata, no un populista, y mucho menos un conservador religioso. El interrogante del día es si Hawley encontrará apoyo para su visión en un país loco por el dinero y cada vez más secularizado, y cómo lo hará.
* Eric Posner, profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, autor de How Antitrust Failed Workers (Oxford University Press, 2021).