Nada parece caracterizar mejor al candidato republicano a la Casa Blanca, Donald J. Trump, que su pulsión destructiva. A pesar de su eslogan de campaña, ninguna de sus propuestas apunta a construir nada, ni mucho menos a recuperar la grandeza presuntamente perdida de los Estados Unidos. Incluso la promesa de levantar un muro en la frontera con México encubre en realidad una demolición.
Trump ha puesto en entredicho a la Otan, la alianza más importante y en muchos aspectos más exitosa de la historia, y ha dejado entrever que dejaría a sus aliados bálticos librados a su suerte en caso de que fueran objeto de una agresión rusa. Saludó con satisfacción el Brexit, acaso porque entiende que erosiona el proyecto de integración europea y verlo colapsar -como ver colapsar cualquier otra cosa- le produciría una enorme satisfacción. Ha manifestado no sólo reservas, sino franca oposición, a la Asociación Trans-Pacífica. Cuestionó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte e insinuó que Estados Unidos podría retirarse de la Organización Mundial del Comercio. Para rematar, ha declarado sin matices que los Estados Unidos no deben pronunciarse sobre la situación de derechos humanos en otros países —para satisfacción de muchos tiranos y uno que otro anti-imperialista, y a despecho de que sólo hay una cosa peor que la injerencia de Washington en esa materia, y es su silencio.
Lo que Trump promete en materia de política exterior no es otra cosa que la destrucción sistemática del orden internacional liberal que los Estados Unidos han promovido durante los últimos cien años, y que, con todos sus defectos y limitaciones, ha apuntalado una época relativamente próspera y estable en todo el mundo. El mismo orden internacional liberal contra el que claman los yihadistas, la ultra-derecha eurófoba, los populistas latinoamericanos del socialismo del siglo XXI y los mandamases africanos. El mismo orden liberal internacional que ha impulsado la universalización de los derechos humanos, la promoción de la libertad económica, la expansión de la democracia y el empoderamiento de la sociedad civil global. El mismo orden liberal internacional, en fin, al que los Estados Unidos deben -tanto como a su poderío militar, sus recursos económicos, su desarrollo científico y tecnológico- la primacía de la que han gozado durante las últimas décadas en la escena global.
Sería un error creer que Trump es una solitaria y rara excepción. Muchos comparten con él esa pulsión anti-liberal, y aunque pierda en noviembre, la amenaza que su visión del mundo representa sobrevivirá a su ambición del momento.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales