COMO se sabe, un ultimátum (“ponerle fin”) es un mecanismo de política internacional con el que se busca resolver, de una vez por todas, una diferencia.
En consecuencia, todo ultimátum supone un margen de tiempo destinado a que se cumplan una serie de demandas so pena de que el destinatario se vea sometido a un abanico de sanciones.
Por supuesto, los costos de tales sanciones tienen que ser mucho más altos que los que se supone que tendrían las conductas de ese receptor antes de verse sometido a semejante situación.
Por tal razón, si los formuladores del ultimátum no cuentan con los medios para cristalizar sus advertencias, o no gozan de credibilidad histórica, o son descubiertos como fanfarrones, su actuación no pasará de ser una chapuza y, por ende, el protagonista se convertirá en hazmerreír del sistema internacional.
Para no ir más lejos, el pasado 26 de enero el gobierno español del socialista Pedro Sánchez, líder de la ‘izquierda light’ peninsular, profirió un escalofriante ultimátum dirigido a Nicolás Maduro.
Para ponerlo en sus propias palabras, Sánchez sostuvo que “... si en el plazo de 8 días”, y repitió, “si en el plazo de 8 días, no hay una convocatoria de elecciones justas, libres y transparentes en Venezuela, España reconocerá a Juan Guaidó como presidente de Venezuela”.
¿Realmente estaba pensando el presidente español que Maduro se echaría a temblar y correría a actuar en consonancia?
Si varios días antes, 16 jefes de Estado del hemisferio ya habían tomado la valiente y valiosa decisión de reconocer a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela, ¿por qué gracia Maduro tendría que plegarse a las exigencias de Sánchez (calificadas por él mismo como “claras y rotundas”)?
En un derroche de autoestima y grandilocuencia, el Presidente socialista reiteró, sin rubor alguno, por si Maduro no hubiese percibido su arrojo y templanza, que “... con esta declaración, el Gobierno de España da ocho días a Nicolás Maduro para convocar elecciones libres, transparentes y democráticas”.
¿Cómo es posible que, en medio de tanta clarividencia y fortaleza, Sánchez no hubiese sido consciente de que estaba dejando en manos del dictador, calificado como ilegítimo por medio mundo, la organización y el desarrollo de unas elecciones “transparentes y democráticas”?
¿Cómo es posible que no haya captado que con semejante enunciado lo único que estaba logrando era repotenciar al tirano, garantizarle su estatus y abrir un espacio de negociación tan amplio como el mismo Maduro lo quisiera?
Con todo, lo más cómico, lo que realmente pone desde ahora a este ultimátum en la antología universal de la diplomacia de las carcajadas es que, pocos minutos más tarde, su conducta fue emulada por Francia, Alemania y Reino Unido.
Sainete y vodevil que, inmediatamente después, fue rematado por la Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores al sentenciar (sin siquiera aludir a Juan Guaidó, ni a los “ocho días” de Pedro Sánchez) que si Maduro no anunciaba elecciones “en los próximos días”, la formidable y decisiva diplomacia europea... se verá obligada a ¡“... tomar otras medidas”!