Los animales están, sin que muchos lo advirtamos, en todos los momentos de nuestras vidas; son como nuestros amigos, andan por ahí, solamente los notamos cuando los necesitamos, están por todos lados: en nuestras casas, los domésticos, en las ciudades, los liminales en los espacios urbanos, los de abasto en las granjas y los silvestres en los campos. Sin excepción, los animales andan a nuestro lado de una manera tan presente que sus intereses fueron ocultándose de manera progresiva en el tiempo, por intereses tan diversos como los comerciales, religiosos, culturales y bélicos, cuando no por supercherías y otras consideraciones, tan variadas como épocas y visiones de la vida se pueda imaginar.
Por estos días la vida me premió con un reencuentro con algunos amigos de infancia, tal vez sin notarlo redescubrí el momento preciso en que me enamoré de la naturaleza y de los animales, comprendí que había un lugar donde aprendí a valorarlos, pocas veces somos conscientes de esos lugares donde concretamos los aprendizajes más valiosos.
En la década de los 80´s había un maravilloso lugar llamado las Granjas del Padre Luna, ubicada en el municipio cundinamarqués de Albán. Allí estudiamos niños, niñas y adolescentes de extracción campesina para los que por diversas razones la educación era un lujo y, lo que para muchos podría ser un castigo, para nosotros se convirtió en el lugar donde encontramos el calor de un hogar, educación en la escuela y nos enseñaron a trabajar.
Nuestra formación giró en torno a la naturaleza, teníamos un gran bosque con una bella cascada donde acudíamos como premio a bañarnos y a disfrutar de la caminata, observábamos aves, reptiles, pequeños mamíferos, árboles, flores, todo dentro de un marco de respeto conservacionista raro para época, pero valioso en el presente. Entre todos cuidábamos los cerdos, las vacas, los caballos, los perros y los gatos, aprendimos el buen trato con los animales y la naturaleza, nos educaron para proteger y conservar.
Sin saberlo, el modelo pedagógico que el Padre Luna había creado para sacar a tantos niños, niñas y adolescentes de la ignorancia y la desprotección, sembró una forma de relacionarse con la naturaleza que el mundo presente intenta a gritos reclamar para las generaciones futuras. Hoy que el mundo necesita que sus niños, niñas y adolescentes quieran, respeten, valoren y protejan la fauna y la flora que las generaciones presentes les vamos a legar, se hace necesario repensar la forma de aproximarlos a esa riqueza desde los diferentes espacios educativos.
Pienso en el gran mensaje de nuestro pequeño Francisco Vera, el niño ambientalista que promueve la protección del planeta y que le ha traído hasta amenazas de muerte, solamente por defender nuestro medio vital. Esas amenazas lejos de intimidarlo han resultado en un gran respaldo a nivel global. Necesitamos muchos pequeños como Francisco, capaces de exigir un mundo en condiciones habitables, empático con los animales. Es nuestra responsabilidad llevar las aulas al campo, debemos impulsar ese comienzo.
@ludogomezm, luisdomingosim@gmail.com