El espíritu de la Constitución de 1991 siempre ha sido el del fortalecimiento político-administrativo y los mayores recursos a las regiones para lograr sus propósitos de desarrollo. En esa dirección no está mal que la reforma al Sistema General de Participaciones, recién aprobada en el último debate en el Congreso y pendiente de la conciliación entre el Senado y la Cámara de Representantes, haya salido avante.
De esta manera, se retorna al precepto constitucional de que las regiones deben estar en capacidad de dirigir autónomamente rubros esenciales en materia de salud, educación, inversión social y otros proyectos fundamentales para el progreso regional. Con ese fin, precisamente, el traslado de recursos de la órbita nacional a las locales se subirá del 23,8% actual al 39,5% en un periodo gradual de 12 años. Es decir, el 2% en cada vigencia, a partir del 1 de enero de 2027 y una vez se haya adoptado la ley de competencias en que se dictamine las nuevas funciones que deberán asumirse desde lo regional y que, al mismo tiempo, deberán eliminarse del ámbito nacional, logrando así las compensaciones financieras, exactas y pertinentes, entre las dos órbitas.
En realidad, no es un asunto nuevo. El punto estriba en que este mecanismo, asumido desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1991, se vino a pique por el desgreño administrativo que en su momento presentaron diferentes gobernaciones y localidades, cuando el Estado central hubo de intervenir las estructuras regionales frente a la quiebra de sus finanzas, casi generalizada, asumiendo varias de las funciones desde el aparato central. Ahora, lustros después, se supone que existe un saneamiento y que las regiones podrán administrar el presupuesto de una forma más acertada y rigurosa. En todo caso, ha faltado en el debate más claridad en por qué se llegó hasta ese punto en que, de modo paternalista, el Gobierno nacional hubo de asumir esas cargas regionales y señalar cómo, en parte, esto se debió a la corrupción y la feria presupuestal en no pocos lugares.
No habrá, en adelante, posibilidades de aducir que el centralismo es la causa del atraso en diferentes partes del país. Ni mucho menos mantener ese karma que se cierne sobre Bogotá por ser la sede del Gobierno central, los ministerios, agencias, institutos y demás dependencias estatales. Por el contrario, nada debe interesar más al Distrito capital, como entidad territorial, que la nación colombiana en su conjunto logre el desarrollo que permita, por ejemplo, equilibrar las condiciones de vida urbanas y rurales.
A nuestro juicio, sin embargo, no es suficiente con que las regiones puedan participar en mayor medida de los ingresos corrientes de la nación. En cierta proporción es una actividad que, aunque necesaria, puede ser algo parasitaria ya que deja de lado el esfuerzo tributario que, por su parte, podrían adelantar ciertas regiones en beneficio del interés general de su entorno inmediato. En efecto, con una mejor plataforma de instrumentos fiscales es posible que la ciudadanía pueda ejercer un mayor escrutinio sobre la Administración pública, en tratándose de los recursos originados en la propia localidad. Una combinación de ambos factores podría ser definitiva para un desarrollo fiscal proporcional y adecuado.
Por supuesto, uno de los problemas evidentes de lo que se acaba de votar consiste en la preposteración en que se incurrió al aprobar primero el monto de los recursos y dejar para un futuro relativamente incierto la ley de competencias, tal y como lo advertimos en su oportunidad. Es apenas lógico que previamente debió discutirse y consignarse la normativa atinente a las nuevas responsabilidades y atribuciones de las estructuras regionales en materia gubernamental y después registrar los montos financieros para cumplirlas. De esta forma, se hizo antes lo que debió hacerse después y se dejó para después lo que debió hacerse con carácter previo. O sea, un típico acto de preposteración, poco aconsejable en la Administración pública, en el que se legisló exclusivamente sobre el fondeo, pero nada se hizo en cuanto a la responsabilidad y los alcances del gasto.
Nada se ha logrado, entonces, hasta que no se lleven a término legislativo las nuevas competencias regionales. De hecho, ese es el cerrojo que se autoimpuso el renovado sistema de participaciones, por lo cual cualquier opinión al respecto se debilita mientras la ley complementaria no se presente, discuta y entre en vigor.
Lo ideal, ciertamente, habría sido tomar por los cuernos, de una vez por todas, la totalidad de un tema de semejante magnitud. Que además no solo trata de la financiación y estructura de los gobiernos regionales, sino que también debería comprometer a fondo una reforma a los órganos de control: generalmente incursos en el círculo vicioso de la corrupción local. La tarea que queda por delante es, pues, bastante mayor de lo que se ha hecho hasta ahora.
Por lo pronto, pues, ojalá que hacia adelante no quede del afán, sino el cansancio. Y que se proceda en consecuencia y con sindéresis en un tema que, sin duda, atañe a todos los colombianos.