Es hora de que los gobiernos del mundo fomenten la cultura del encuentro y practiquen menos el cinismo, con el reconstituyente de conciliar abecedarios y propiciar otros ambientes más armónicos, más justos, más de todos en el deber responsable, para que podamos llegar a una sintonía común dentro de la familia de las naciones. La crónica de los tiempos actuales nos demuestra que cada día somos más ingobernables, en parte por nuestra carencia afectiva para poder enfrentarnos a problemas complejos. La necedad nos domina, y así es muy complicado poder allanar el camino de las sendas negociadoras. Deberíamos escucharnos más todos, intentar comprendernos, pues el mayor catalizador de progresos sociales ya no es el crecimiento económico, sino el desarrollo como especie conjunta.
Lo importante no es tanto el orden, como la avenencia entre culturas. De ahí, que subraye una vez más el requerimiento de un mundializado gobierno, más poético que político, con el fin de que actúe como salvavidas de la humanidad. Subrayo el término paradisíaco de esta tutela en favor del linaje, porque ha de hacer frente a mil amenazas sin precedentes, y en ese combate la autoridad de gobierno, aparte de estar siempre en guardia como los verdaderos poetas, ha de germinar del amor a sus análogos y de la humildad de sentirse parte de un todo. Nos merecemos otras expectativas, pues a pesar de tantas cumbres, falta a veces voluntad humana para llevar a buen término, lo que verdaderamente suele quedar en un sueño. O nos dignificamos como seres humanos y protegemos nuestro hábitat, de manera vinculada entre todos, o el caos más destructor nos lo serviremos nosotros mismos en bandeja.
La apuesta por ese mundializado gobierno tiene que sustentarse en el permanente diálogo y en la continua escucha. Ha llegado el momento de que nos tenemos que entender. Las armas no sirven. Pues a desarmarse toca. Lo que vale es la mano tendida, el consuelo de unos para con otros. La beneficencia, sin duda, puede aliviar los peores efectos de las crisis humanitarias, complementar los servicios públicos de atención de la salud, la educación, la vivienda y la protección de la infancia.
Ante este cúmulo de contrariedades nos conviene recapacitar; reflexionar sobre la valoración moral de cada acto humano y madurar nuestra manera de gobernarnos en este caminar por la existencia. El mundo se ha quedado chico a nuestros ojos; sin embargo, cada día estamos más recluidos en nosotros, cuando debiéramos estar más abiertos al mundo para consensuar objetivos comunes, ya que resulta cada vez más evidente la creciente interdependencia de la humanidad y de los mismos Estados entre sí. En efecto, la universalidad llama a la puerta de todos los moradores del planeta.
En 1945, las naciones estaban en ruinas. La Segunda Guerra Mundial había terminado y el mundo quería la paz. En 2016, el mundo sigue siendo nuestro, de toda la humanidad; pero ésta ni se humaniza, ni se compenetra. No pasamos de los buenos deseos. Nos falta, a mi juicio, ese gobierno mundial que no sólo defienda el derecho internacional, sepa también protegerlo y defenderlo con devoción y acción, así como vivirlo y renacerlo con valentía y constancia.
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