Colombia lleva más de cinco décadas de lucha permanente contra el maldito flagelo del narcotráfico sin resultado alguno y hundiéndose cada vez más en un maldito lodazal. Ha sido medio siglo de batallas libradas a todos los niveles y confrontando toda clase de delincuentes, sin poder ni erradicar la droga maligna, ni tampoco ignorar la evidente complicidad social que, en distintos grados, ha sido complaciente con este fenómeno contemporáneo.
Hoy nos encontramos, infortunadamente, en el peor de los escenarios: el escarnio internacional y la ausencia de la necesaria solidaridad para comprometer a todos en esa tarea ciclópea. El presidente Iván Duque se ha limitado a hablar quejumbrosamente de lo que para él ha sido "una maldita herencia" que recibió de sus antecesores los que, dicho sea de paso, tampoco hicieron algo de provecho en su oportunidad. Es, en todo caso, una muy lamentable confesión de
impotencia y de absoluta indefensión. Y todos a coro nos damos golpes de pecho, pero en el pecho de los demás.
Lo más triste es que toda esa tragedia tiene una sola explicación: nos hemos convertido en una narcoeconomía y en una narcodemocracia. Es, de lejos, el producto insignia de nuestras exportaciones al mundo entero y, lo más triste, es que nos hemos acostumbrado a vivir y convivir con esa escatológica realidad. Nuestra clase política, que nutre gran parte de nuestra dirigencia, ha sido permeada hasta sus tuétanos. La Iglesia, llamada a guiar con el ejemplo moral, se ha visto y no pocas veces, involucrada por las "narco limosnas". Es un pecado que no se ventila en los confesionarios.
Ni que hablar de la industria y del comercio, en todas las regiones. Como tampoco de la agricultura y la ganadería. Los grandes éxitos que logran y la supremacía que detentan, es producto en no pocas ocasiones del amancebamiento y de las alianzas con ese inframundo. Podríamos afirmar que desde que tenemos memoria no ha pasado un sólo día sin que dicho veneno deje de ser noticia, primero como marihuana, luego como cocaína y ahora como heroína.
Nos hemos ganado, pues, a pulso esa notoriedad que nos otorga una culpabilidad en solitario. Los Estados Unidos, el gran comprador y el gran consumidor, ahora se avergüenza de nosotros, al igual que los países europeos. Para el señor Trump somos los grandes corruptores de su pueblo y su gran dolor de cabeza. Para rematar también nos hemos convertido en consumidores de nuestra propia porquería. Y estamos envenenando las nuevas generaciones a la entrada de sus colegios. Cerramos pues el círculo diabólico de la economía perfecta.
¿Qué podemos hacer? Antes que nada tomar conciencia de nuestra inconciencia y tratar de comprometernos como colombianos de bien a que estas alucinaciones colectivas no puedan seguir ocurriendo. Hacer nuestros mejores y mayores esfuerzos en busca de soluciones que nos comprometan a todos. No podemos seguir siendo indiferentes a una tragedia que pone en serio riesgo nuestra vivencia, convivencia y sobrevivencia como nación y como democracia. Así, cuando colapsemos no tendremos que preguntarnos dónde estábamos.