Algunos siguen empeñados en inventarse fórmulas absurdas para no felicitar, no reconocer lo que celebramos cada año. Ni cambio de solsticio ni otras gaitas. Lo que el mundo celebra es el nacimiento del hijo de Dios, el Dios hecho hombre con todas sus consecuencias. Un hecho que cambió el mundo y que sigue vivo hoy, a pesar de la indiferencia de muchos, incluidos muchos católicos adocenados. Lo que pasó en Belén es una historia de hoy: una familia pobre, migrante, rechazada a pesar de que la mujer estaba a punto de dar a luz, sin techo, sin hogar, perseguida por los poderosos, que se refugia en un establo y que apenas encuentra la compañía de una mula y de un buey y que sólo recibe la solidaridad de unos pastores.
Más de dos mil años después, hay casi ciento diez millones de personas que han tenido que abandonar sus países huyendo de las guerras, sigue habiendo hambre, pobreza y carencia de agua en el mundo porque nadie quiere de verdad acabar con esa lacra, hay millones de personas que han tenido que huir de sus países por sus ideas, por la falta de libertad, por salir de la miseria y casi todos ellos son rechazados, marcados como "diferentes", rechazados por su procedencia, por el color de su piel o por su religión. También a ellos les damos un portazo tras otro, como a la familia de Belén.
La Navidad no es sólo un tiempo para el descanso, para darse regalos, para irse de viaje. Es un tiempo para mirar más hacia dentro que hacia fuera. Es sobre todo un tiempo de alegría, de encuentro y de reflexión. Un tiempo de solidaridad y de fraternidad, de hacer nuestro el mensaje que vino a traer el niño de Belén: amaros los unos a los otros, dejad de mirar sólo por vuestros pequeños intereses, compartid con los que no tienen nada, perdonad al que os ofende, sed alegres. Hace dos mil años pasó algo grande, algo alegre. Decía José Luis Martín Descalzo que tal vez la clave de la alegría es "descubrir que tenemos alma, explorar las dimensiones del espíritu, atreverse a creer que no es que la vida sea aburrida, sino que los aburridos somos nosotros que nos pasamos la vida como millonarios que lloran porque han perdido diez céntimos y han olvidado el tesoro que tienen en la bodega de su condición humana".
Es verdad que esta Navidad cuesta mantener la esperanza. El dolor y el odio juntos son un tsunami devastador como se está demostrando en Gaza desde hace unos meses y en Ucrania desde hace mucho más tiempo. El 7-O fue el 11-S de los israelíes, un ataque terrorista brutal y sin justificación alguna, pero nada justifica tampoco lo que está haciendo Israel en Gaza porque la inmensa mayoría de las víctimas no son terroristas. No hay ninguna razón para que la comunidad internacional no haga más para acabar con la tragedia de Ucrania y de Gaza. Y hay otros muchos lugares en el mundo donde no hay ningún motivo para la alegría ni para la celebración porque hombres como nosotros destruyen, matan, violan, obligan a emigrar, encarcelan y arruinan a millones de inocentes. Sólo la solidaridad de unos pocos miles de personas, siempre pocos, que comparten, acogen, ayudan, socorren a los que sufren, ayuda a mantener la esperanza, aunque será necesario mucho esfuerzo, mucho tiempo y, posiblemente, nuevos líderes políticos y religiosos para cambiar la dura realidad.
"Si queremos que sea Navidad, la Navidad de Jesús y de la paz, decía el Papa Francisco, miremos a Belén y fijemos la mirada en el rostro del Niño que nos ha nacido". Con los ojos abiertos y limpios, con la escucha atenta y con la mano tendida.