Hay que volver al fundamento y al ser de las cosas. El hábito de la apariencia en un contexto de violaciones a los derechos humanos, o la misma actitud de pasividad ante las infracciones graves al lícito humanitario, nos exige reivindicar más que nunca el ajustado obrar y decir, en coherencia con la verdad para hacer justicia y proporcionar a los dañados, tácticas efectivas, a fin de restituir la dignidad que nos merecemos, por el simple hecho de caminar. Es cuestión de ahondar en uno mismo, de distanciarse de toda falsedad y de tener el valor o la valentía de reconocerse, bajo las alas de un espíritu corrupto, para poder cambiar de abecedarios y de sintonía.
Observando las diversas situaciones injustas, que a diario se producen de raíz por los rincones del mundo, vemos que andamos hambrientos tanto de verdad como de justicia. Cualquier hecho que se produzca, por complicado que nos resulte, entraña tener un conocimiento pleno de los actos que se produjeron, de los individuos que participaron y de las circunstancias acontecidas. El planeta necesita esclarecerse para que puedan amarse sus moradores. Tampoco podemos continuar ciegos ni sordos ante el aluvión de victimas, deseosas de que se limpien horizontes en virtud del derecho internacional.
En la oscuridad de las tinieblas, de principio a fin, vestimos el traje de perdedores. Nadie se salva. Por eso, tenemos que ser capaces de dar vida al sol de la evidencia, ponernos en faena para reconstruir un orbe más equitativo, menos ahogado por los lamentos, más solidario entre unos y otros. Esto nos requiere a todos los niveles, el ejercicio de una responsabilidad certera, la de cultivar en la razón el fundamento de lo equitativo, bajo un espíritu afectivo libre, que conforme la naturaleza con nuestros pasos. Cuando falta ese respeto de adhesión con lo integral, se intranquiliza el orden y el tormento de la congoja nos impide levantar la mirada, conciliar y reconciliarnos con el entorno, desunirnos y desprotegernos hasta de los vínculos familiares. Después de las experiencias nefastas que nos surgen por cualquier espacio, tenemos la obligación de enmendar nuestros andares hacia ese espíritu de concordia, cuestión decisiva para recomponernos.
La obra de restauración humanista nos incumbe de lleno, cada cual desde su misión, pero ha de sentirse comprometido con el veraz testimonio, aunque nos lastime, procurando que ningún tipo de doblez contamine las relaciones de corazón. Somos familia los humanos y hemos de sentirnos como familia. Únicamente así, podremos ampararnos unos a otros, levantar la vista para denunciar esas violaciones graves y ayudar a las sociedades a cerrar heridas. Desfallecer jamás. Hemos de ser fieles a la palabra dada, transparentes a la hora de restablecer relaciones fecundas y sinceras, que es lo que en verdad nos hace ganar confianza y aproximarnos entre sí.
Desde luego, para legar un futuro más sosegado y seguro a las generaciones venideras tenemos que desarmarnos, desintoxicarnos del racismo que inundan las instituciones y nuestras corporaciones, para poder amarnos de verdad, pues las contiendas acaban por hundirnos. Sólo hay que ver las consecuencias de la guerra en Ucrania, como nos impacienta el ambiente o el mercado mundial de alimentos y energía, mortificando y atormentando en bienes y servicios, pues sus implicaciones son adversas para cualquier diario viviente, también para la agenda climática mundial.
Nos vendrá bien prestar atención a nuestra voz interior, después de haber oído la voz colectiva de la comunidad internacional, en continua condena de posturas inciviles. Singularmente fusionados, estáticos ante la estética natural, podremos sensibilizar los ánimos hacia la ecuanimidad, cultivar la cultura del abrazo y alentarnos a trabajar en la conformidad, por una humanidad realmente franca y fraterna. ¡Ojalá acertemos en la orientación a golpe de diálogo sincero!
*Escritor