Las cifras siguen prendiendo las alarmas frente a nuestra juventud. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) reveló, en su informe anual, que 34.5% de los jóvenes de nuestro país en edades que oscilan entre los 18 a los 24 años, ni trabajan, ni estudian.
Esta cifra va en ascenso, y si bien puede ser consecuencia coyuntural de la pandemia, resulta llamativo que hoy somos el segundo país después de Sudáfrica, con mayor crecimiento en estas cifras.
Una perspectiva como ésta hace necesario poner los ojos de manera inmediata hacia los jóvenes. Ese ha venido siendo su reclamo, pero rápidamente pasa a un segundo plano en la agenda diaria de nuestro país.
Sin unas verdaderas competencias educativas y laborales diseñadas por el gobierno, difícilmente saldremos de manera real de toda esta crisis que se ha generado y, por el contrario, muchos de los problemas que como nación arrastrábamos, se acrecentarán en un futuro no tan lejano, más bien próximo y de manera incontenible.
La planificación gubernamental, como hemos insistido, debe poner sus ojos hacia un verdadero fortalecimiento del sistema educativo, pues solo entregando desde ya herramientas a nuestros niños y jóvenes, estos podrán desarrollar las habilidades que van a requerir para poder dar un vuelco real a la economía y de paso a todo el sistema de nuestro país.
En varias columnas he insistido que la ruta más evidente hacia la que marcha nuestra sociedad, es hacia niveles altos de desigualdad y estos datos son prueba de ello. En una economía como la nuestra, muchas de las actividades que la jalonan requieren de estos jóvenes y es lo que se está perdiendo. Insistir en una profesionalización y tecnificación de los procesos que dinamizan nuestra economía y de paso generan competitividad, debería ser nuestro propósito común, pues retrocedemos hacia índices desfavorables e insostenibles.
Ahora, si no es el Estado el capacitado para generar esos procesos de ruptura de desigualdad, debemos mirar hacia lo privado y que sea este sector quien marque ese cambio, con la ayuda de lo público, buscando oportunidades y escenarios favorables y atrayentes a los jóvenes, que están viendo en otras actividades mejores perspectivas que las que les ofrece actualmente la institucionalidad.
La crisis de seguridad es una consecuencia de esto, y no solo endureciendo el poder punitivo se logra que la sociedad elimine riesgos y mitigue los hechos constitutivos de criminalidad. De las cifras que nos arroja el Sistema de Información Estadístico, Delincuencial, Contravencional y Operativo de la Policía Nacional -Sideco-, en los últimos tres años 25.143 delitos han sido cometidos por adolescentes, siendo el más representativo el de tráfico, fabricación o porte de estupefacientes con un 27,61%, seguido por el hurto a personas con un 17%.
Con todo esto y sin pretender justificar este proceder de muchos de nuestros muchachos, nos queda claro que la mayoría de conductas delictivas de nuestros jóvenes están asociadas a actividades de “rebusque” en la delincuencia, frente a una carencia evidente de oportunidades que se da desde la institucionalidad como hoy está concebida.