La polémica mirada de Laureano Gómez sobre Stefan Zweig | El Nuevo Siglo
De todas las figuras literarias del Siglo XX, pocas gozaron de tanta popularidad y admiración en su propia vida como el best seller mundial y magnífico escritor, Stefan Zweig./Archivo AFP
Sábado, 13 de Abril de 2024
Francisco Flórez Vargas

Para febrero de 1942 Colombia observaba expectante los dramáticos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, de cara a las elecciones presidenciales que tendrían lugar en mayo de ese mismo año. El gobierno liberal de Eduardo Santos había roto relaciones diplomáticas con las potencias del Eje desde diciembre de 1941. Sin embargo, la república aún no se encontraba en un estado oficial de guerra contra Alemania, como sucedería a partir del 27 de noviembre de 1943.

Con las secuelas muy frescas de la Guerra Civil española – terminada apenas en 1939- aún se respiraba en la política nacional la preferencia del gobierno liberal por el bando republicano derrotado y el entusiasmo de la oposición conservadora por los nacionales que habían resultado victoriosos a la cabeza del general Franco. Por tal motivo, la historiografía liberal suele afirmar que, para 1942 se tendían a asociar las simpatías de la oposición conservadora con el Eje (Alemania, Italia y el Imperio del Japón)  y la completa solidaridad del gobierno de Santos (así como de su candidato López Pumarejo) con las potencias aliadas.

Pero el fervor conservador por el Eje resulta cuestionable. Colombia ya se encontraba económica y militarmente alineada con la única potencia hemisférica posible – los Estados Unidos- y ni dentro del conservatismo más radical tenía cabida defender una posición internacional en contravía de los intereses aliados. Ello, a pesar de la inspiración fascista tan notable de Guillermo Alzate la cual, en cualquier caso, no distaba mucho de la impronta fascista que también expresaba Jorge Eliecer Gaitán.  En tal sentido, no sobra recordar que Mussolini fue un manantial ideológico para las fuerzas más extremas dentro del liberalismo y el conservatismo por igual.

Sería pues desatinado argumentar que para 1942 los dos partidos se encontraran divididos con relación a los bandos que se disputaban en la Segunda Guerra; ni era electoralmente inteligente que en vísperas de las elecciones presidenciales el conservatismo se presentara con un programa amigable a Hitler. El hundimiento de varias goletas colombianas en el Caribe por parte de la Kriegsmarine ya hacía impopular la causa alemana en Colombia, amén de la política doméstica racista de los nazis, antipática por obvias razones para nuestra población esencialmente mestiza.

Una cosa era que los conservadores colombianos se hubiesen alineado con el proyecto político de los nacionales durante la Guerra Civil española (de donde podrían inspirarse con fuentes  católicas e hispanas, especialmente provenientes del carlismo – para los laueranistas- y del falangismo – para los alzatistas-) y otra muy diferente era comulgar con una ideología materialista y peseudopagana como la de los nacionalsocialistas alemanes, ajena por completo al tradicionalismo hispano. Como para eliminar cualquier duda sobre la supuesta afinidad del Partido Conservador con el Eje, Laureano Gómez ya había publicado El Cuadrilátero, - 1935- libro en que despedaza a la figura de Adolfo Hitler y de paso constituye una de las primeras y más agudas críticas contra el nazismo escritas por un americano.

La guerra estaba en su cénit y las potencias del Eje parecían tener la sartén por el mango. Alemania ocupaba más de tres cuartas partes de Europa mientras que su operación Barbaroja  avanzaba formidable sobre el oriente. La Armada japonesa se adueñaba del Pacífico y salvo un puñado de alemanes retenidos en un modesto hotel de Fusagasugá – llamado “campo de concentración”- la intelligentia bogotana veía con negros augurios la cada vez más probable derrota de las fuerzas aliadas.

 

Un suicidio inesperado

De todas las figuras literarias del Siglo XX, pocas gozaron de tanta popularidad y admiración en su propia vida como el best seller mundial y magnífico escritor, Stefan Zweig. Adalid del europeísmo y de los sistemas liberales, para 1942 Zweig se había convertido en todo un símbolo contra el nazismo, en una víctima por excelencia que perseguido por la barbarie totalitaria escapaba sin remedio de un país a otro, mientras sus libros eran prohibidos y quemados por media Europa.

De repente llegó la desoladora noticia el 22 de febrero de aquél 1942: Stefan Zweig se había suicidado.

Ocho días después del suicidio, en las páginas de éste mismo diario - febrero 28, 1942- Laureano Gómez publicó uno de los más singulares artículos de su carrera periodística, arremetiendo con todo rigor contra la figura del muy amado y popular autor fallecido. Su artículo fue violento y despiadado a propósito de ese “fin sin grandeza”. Le acusa de tergiversar y de mentir, de atacar velada y traidoramente al cristianismo (como Judas, con quién hace un paralelo), de hacer de María Antonieta y María Estuardo “carne de reina bella y católica a las malas y plebeyas pasiones de la multitud”.  En síntesis, para Gómez las obras de Zweig fueron “sistemáticas y perversas falsificaciones, destinadas a torcer el criterio de la multitud desprevenida para abrirle campo a un concepto irreligioso y, sobre todo, contrario al cristianismo.”

Laureano Gómez: ni fascista ni liberal

Las primeras preguntas que resultan son de orden estratégico: ¿A tres meses de las elecciones presidenciales, en qué podía ayudar al conservatismo que su jefe fuera lanza en ristre contra la figura intelectual más popular – y conmovedora- del momento? ¿Qué sentido podía tener hacerle el coro a los nazis – tan criticados por el mismo Laureano- en momentos en que solo ellos festejaban la muerte de Zweig y el resto del mundo – del mundo decente, del mundo que combatía la barbarie- lamentaba el episodio hasta las lágrimas?

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Pero ni el sentimentalismo del momento ni el sentido de la oportunidad conmovieron la pluma de Laureano. Zwaig simbolizaba el espíritu secularizante, el de una Europa unida no en torno a su carácter cristiano, sino – y por el contrario- consolidada por sus valores laicos y liberales, herederos en últimas de la Revolución Francesa. (Quién lea la apasionante biografía de Zwaig sobre María Antonieta, no dudará en percatarse que para el autor la Revolución fue, como mínimo, un mal necesario)

El europeísmo secular pregonado por Zwaig, que terminaría triunfando con la Unión Europea y los valores sobre los que se sostiene el endeble edificio europeo contemporáneo, era y es a todas luces un proyecto adverso a la visión ortodoxa de Gómez, incompatible con el modelo democrático y liberal que él mismo combatía en Colombia. Así lo demostraría Laureano Gómez con su proyecto de reforma constitucional una década más tarde, cuando desde su gobierno intentó des-liberalizar el régimen de 1886, procurando un sistema basado en el corporativismo (al estilo del Estado Novo de Oliveira Salazar) así como la eliminación del sufragio directo y universal.

Al fin y al cabo, en esas vísperas electorales de 1942, Laureano Gómez estaba haciendo política, y no escatimó en el suicidio de Stefan Zwaig – autor renombrado y liberal- para dejar de hacerla; al contrario, hizo de su muerte otra ocasión para impartir desde El Siglo su doctrina política, ahora en la forma de crítica literaria. Ni fascista ni liberal. No cedería un ápice en la pura doctrina, y a pesar del alineamiento nacional en torno a las fuerzas aliadas, Laureano Gómez no contemporizaría en nada con las dos candidaturas liberales; la oficialista de Alfonso López o la “disidente” de Carlos Arango Vélez.

De acuerdo o no con la postura de Gómez, cabe reflexionar sobre una actitud doctrinaria tan polémica como coherente, aún ante circunstancias electorales que habrían podido llamar, como mínimo, al silencio.