La vejez y la muerte en los ‘Escombros’ de Fernando Vallejo | El Nuevo Siglo
Fernando Vallejo, nacido en Medellín en 1942, es uno de los escritores más destacados de la industria colombiana con obras como La virgen de los sicarios o Almas en pena, chapolas negras.
Foto Randy Ayazo
Domingo, 18 de Julio de 2021
Redacción Cultura

La vejez y la muerte inminente son los temas que recorren las páginas de Escombros, el más reciente libro de Fernando Vallejo, en el que el antioqueño viaja al pasado relatando una de sus pérdidas más importantes, pero transita también por temas de la actualidad.

En este ejemplar, publicado este mes bajo el sello Alfaguara, Vallejo inicia recordando aquel terremoto que sacudió a México en el 2017, año en el que murió su pareja, pero también aborda momentos actuales de su vida en Medellín, en Casablanca la bella, junto a Brusca, su perra y única compañía.

Allí presencia los efectos de la peste, la horrible miseria en las calles, la mortandad avasallante, y al mismo tiempo Vallejo recuerda su época en el país azteca junto a sus dos últimas razones para vivir y reflexiona con impudicia y ferocidad sobre la vejez, los vecinos indeseables, el pestilente alcalde Quintero, la mendicidad y la pérdida de la memoria, para llevarnos empujados por su mano contundente a la conclusión de que la vida no es sino dolor y muerte, más cuando se ha perdido a aquellos a quienes hemos amado.

A continuación EL NUEVO SIGLO le trae un adelanto de Escombros, uno de los libros más personales de Fernando:

—¡Rápido, rápido, que se están rajando las paredes!

Nada de rápido. Con la calma del santo Job bajó los pies al suelo y se empezó a poner las medias con la desafiante intención de ponerse luego, uno después del otro, los zapatos.

—Zapatos no. Toma estas chanclas.

Que no eran chanclas sino pantuflas y que lo que él quería era zapatos.

Y en tanto hablaba, las cuatro paredes del cuarto iban de aquí para allá, de allá para acá, rajándose y cantando el aria de la locura. Y la infinidad de vírgenes que él tenía colgadas de las paredes —la de Guadalupe, la del Carmen, la del Socorro, la Inmaculada Concepción—, se venían de cabeza contra el suelo. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

—¿Ya no querés vivir, o qué? —le pregunté con el vos antioqueño que se me sale en los momentos difíciles de la vida—. Bueno. Si lo que querés es que te caiga la plancha de la azotea encima, me voy p’arriba, que allá están Olivia y Brusquita, y después ya veré cómo te saco de los escombros

Vivíamos en el último piso de ese edificio, en el séptimo, sobre el cual está la azotea. Como bien sabía por los terremotos anteriores, teníamos que subir a ella para caer encima del edificio y no al revés, el edificio encima de nosotros. Ya abajo, por nuestro propio pie, podríamos salir a la calle tranquilamente caminando desde el último piso vuelto el primero. En los terremotos un edificio del tamaño del nuestro, o sea, con siete pisos más el de la cochera y el conserje, queda reducido a dos metros de altura. Lo que encierran los departamentos y las casas entre las paredes, el piso y el techo es aire. Cuando uno compra apartamento o casa lo que compra es aire. Cajas de aire que llaman cuartos, comedores, cocinas, salas, baños…

Dos peligros mortales nos acechaban en la azotea: uno, los tinacos, de venenoso asbesto, unos inmensos depósitos de agua que pesaban toneladas, montados sobre nuestras cabezas en una estructura de cemento que habían rajado los años, y sucios a más no poder por décadas de no lavarlos, un hervidero de infusorios pasteurianos. Y dos, el tanque de gas amenazando con explotar. Una sutil fuga de gas subía silenciosa, traicionera, rumbo al cielo de Dios.

—¡Se está cayendo el edificio de enfrente, don Fer! Mire, mire.

—¡Cuál, Olivia, que no veo! Me vine con las gafas de cerca porque no alcancé a cambiármelas por las de lejos.

¿Cuál dice que se está cayendo, el de Ripstein?

—No, el de la derecha, el de la esquina

Nos agarrábamos del alambre de gallinero que cercaba los tendederos de ropa para que el terremoto no nos tumbara, reteniendo yo a Brusca por la correa del cuello no se me fuera a zafar y echara a correr despavorida y por sobre los muros de la azotea, que eran muy bajos, se me fuera al abismo.

—¡Auxilio, auxilio, que me están matando! —gritaba la Ciudad de México aterrorizada.

Los edificios se desplomaban y al dar contra el suelo levantaban unos polvaderones tremendos. El pandemónium.

Yo no alcanzaba a ver lo que pasaba pero Olivia me iba informando. A través de las copas de los árboles del camellón de la Avenida Ámsterdam ella veía los pisos superiores de los edificios de la acera de enfrente desapareciendo de su vista, haciendo mutis hacia abajo para levantar, al llegar a tierra firme, su correspondiente polvaderón, que subía hasta nosotros y nos entraba por las narices. ¡Puuum! Segundo edificio colapsado en la acera de enfrente y Olivia anunciándomelo:

—¡Se cayó el del señor Ripstein, don Fer!

¡Qué se iba a caer, pura histeria de mujer! Las mujeres son alharacosas y dañinas, se hacen preñar para tener hijos que tarde que temprano se mueren y se los comen los gusanos, las llamas o los peces, según sea que los entierren, los cremen o caigan en aguas de río, lago o mar. Nada de lo cual me entusiasma. En fin, el edificio de Ripstein no cayó, resistió. El que sí se fue al suelo fue el de su izquierda, tal y como se había ido segundos antes el de su derecha. De esta suerte el cineasta Ripstein quedó sin vecinos a lado y lado, entre dos vacíos. ¡Qué afortunado! Mientras menos vecinos menos enemigos. A medida que crecemos y empezamos a abrirnos caminos de subsistencia, nos vamos llenando de enemigos y de discrepantes. De los unos, en los años que tengo me he conseguido decenas; y de los otros miles. Millares de discrepantes es algo en la vida, ¿o no? Quiere decir que uno sí existe.

Por lo pronto en estas noches de bruma mi barrio de Laureles se me está llenando de desechables, que en Colombia se dan en dos tipos: zombis y fantasmas. Los zombis no dejan dormir con sus tambores africanos, y si uno sale de noche a la calle a pedirles que paren, se lo comen porque están muertos de hambre. Y los fantasmas, en su condición de inconsútiles, atraviesan los muros de las casas ajenas a ver qué hay, y al irse dejan jirones pegados de las paredes como telarañas. ¡Qué peste! No sé por qué no interviene el alcalde Quintero. Este taimado es un ambicioso dañino. Por ponerse a votar por él de ociosa, mi ciudad cayó en las manos de la ineptitud más perniciosa que haya brillado bajo el sol por estas latitudes. No sé si toda Colombia está en el mismo caso, y a lo mejor el mundo. Si sí, allá ellos. Y si no, también, que se jodan.