Las ‘Aves inmóviles’ de Julio Paredes que reviven los oficios en extinción | El Nuevo Siglo
Julio Paredes, quien es hoy el editor general de la Universidad de los Andes, es el escritor bogotano al que el Ministerio de Cultura le otorgó uno de los máximos premios literarios de Colombia.
Foto Andrés Buitrago
Viernes, 13 de Noviembre de 2020
Redacción Cultura

Con una historia que defiende y exalta uno de los tantos oficios tradicionales a punto de extinguirse, Julio Paredes ganó esta semana el Premio Nacional de Novela Publicada 2020, uno de los galardones más importantes del país, que en esta ocasión  veneró su más reciente obra: Aves inmóviles.

Julio Paredes, nacido en Bogotá en 1957, es el editor general de la Universidad de los Andes, un escritor que ha dedicado gran parte de su carrera a los cuentos, con títulos como Guía para extraviados, de 1997; Asuntos familiares, del 2000; Artículos propios de 2011, Escena en un bosque, de 2011; Antología nocturna, de 2013; y Relatos impares, de 2018, entre otros más.

El autor en 1995 trabajó en la Editorial Norma como director editorial de libros de referencia, como enciclopedias y diccionarios temáticos y años después fue coordinador editorial del programa Libro al Viento hasta 2012.

Otra parte de la obra del bogotano, que ha sido traducida al inglés, francés, italiano y árabe, incluye también tres novelas La celda sumergida en 2003, Cinco tardes con Simenon (2003), reeditada en 2014 con el título Encuentro en Lieja, y Veintinueve cartas. Una autobiografía en silencio en 2016; así mismo, la biografía Eugène Delacroix, El artista de la Libertad, en 2005.

Pero su vocación no solamente se encaminó por la escritura, sino también por la formación, ya que fue profesor de cátedra en la Universidad de los Andes y en la Universidad Javeriana. Además trabajó como tutor en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y en el programa de creación de la Universidad Central.

Taxidermia, un mundo por desaparecer

Aves inmóviles es la historia de un taxidermista, quien recibe un encargo que representa uno de los tabúes de su profesión: el montaje de un caballo de paso propiedad de un hacendado, al tiempo que se propone completar un diorama de aves exóticas inspirado en los museos de historia natural. Pero el descubrimiento de una sombra sospechosa en uno de sus pulmones cambiará todos los planes y lo llevará a cuestionarse las relaciones entre el arte, la vida y la muerte, tan propias de su quehacer.

Paredes esta vez le apostó a la novela, sin imaginar que obtendría el reconocimiento literario más prestigioso en Colombia de este género. Una ficción en la que el autor se enfocó en un tema que conecta con algunos elementos que ya había trabajado en otras obras: los oficios en extinción.

Así lo afirmó el escritor bogotano en una entrevista para HJCK: “Esta novela es el resultado de un interés en trabajar en temas que a mí siempre me han interesado y que vinculan esta novela a los otros libros que he escrito: los oficios en vía de extinción. A mí la idea de la extinción me interesa mucho. La taxidermia hasta cierto punto y en estos territorios es un oficio que está en un momento en que puede desaparecer”.

Aunque Aves inmóviles es una ficción, para escribirla Paredes señaló que tuvo que sumergirse en ese mundo de la taxidermia, pues aunque nunca la practicó, se sometió a una investigación exhaustiva de lo que consistía este antiguo oficio, especialmente la taxidermia en mamíferos.

Para conocer de cerca esta novela, publicada bajo el sello editorial Alfaguara, en la que el autor transita entre la vida, la muerte y el arte, EL NUEVO SIGLO le trae un apartado de este ejemplar con el que Colombia obtiene otra ‘joya’ literaria:

Ojos de vidrio

Puse el teléfono en silencio y esperé a que la llamada entrara a buzón. Aunque no lo había grabado en la lista de nuevos contactos, reconocí el número de Gustavo. En la breve conversación que sostuvimos antes de almuerzo, quedamos en que vendría a recogerme a las siete de la mañana. Sin duda quería reconfirmar la hora, preguntar si me parecía bien, si no era muy temprano. Nos habíamos cruzado en una única oportunidad, tres semanas atrás, cuando vino a la casa para llevarme por primera vez a la finca, y sabía que se trataba de un tipo ansioso, con una disponibilidad un tanto excesiva, con ganas de adelantarse al ritmo natural de las cosas.

El primer viaje se había truncado a mitad del recorrido. No habían transcurrido más de dos horas después de salir de Bogotá cuando la carretera quedó atascada. Permanecimos estacionados en mitad de una fila de automóviles, buses y camiones que se extendía a una velocidad inusitada por entre las curvas abajo. Era fin de semana de puente festivo y se trataba de una de las vías más transitadas hacia el oriente de Bogotá. Según los primeros rumores, uno de los tres puentes que cruzaban más adelante el río Negro había colapsado hacía un par de horas. Pasarían varias antes de recibir algún tipo de información más o menos oficial. En principio, y después de las primeras especulaciones sobre un posible atentado con dinamita, Gustavo se enteró de que la verdadera causa había sido una falla estructural, algo con el material de los pilotes y las vigas de las bases. Todo parecía indicar que no habría paso en las próximas horas, incluso en un par de días, si la lluvia no arreciaba.

Sin embargo, nadie alrededor pareció reaccionar a esas noticias, que se consolidaban como las más plausibles. Como sucedía con el panorama del país, la incredulidad era el principal material con el que se juzgaba la realidad inmediata. Entonces, a mitad de la tarde, y como salidos del simple borde de la montaña, se habían armado varios puestos de comida en distintos puntos de la carretera y el trancón adquirió por un momento un aire festivo, como la reunión de una fraternidad en celebración de un rito. Gustavo apareció con dos caldos de costilla y arepas. Mientras los tomábamos recostados contra la camioneta, comentó que conocía una ruta alterna, pero el inconveniente era que la distancia se multiplicaría por tres y tampoco era una opción del todo segura. Más que una carretera se trataba de una verdadera trocha, y aunque la guerra ya se había desplazado de la región no dejaba de haber alguno que otro inconveniente inesperado. Gustavo no aclaró a qué se refería, pero nos encontrábamos en una de las zonas históricamente más calientes de la cordillera, y supuse que tendría que ver con algún tipo de actividad armada de grupos aún sueltos, principalmente paramilitares y bandas criminales.

Le había propuesto que lo más conveniente sería regresar a Bogotá y programar de nuevo la visita. Podríamos viajar el siguiente fin de semana, por ejemplo. O incluso algún día entre semana. Yo no tenía un horario de trabajo fijo y podría acomodarme sin problema. No le gustó la idea y contestó que la orden había sido llegar a la finca ese viernes. Sabía que su jefe, el dueño del caballo, no quería aplazar la visita. Comenté que mi amigo Rubén, el veterinario encargado del caballo, me había asegurado que el ani­mal aún podría sobrevivir un par de meses más con el tratamiento que se le estaba aplicando.