Ovación a Sir Simon Rattle en el Teatro Mayor | El Nuevo Siglo
foto Cortesia Teatro Mayor /Juan Diego Castillo
Lunes, 13 de Mayo de 2019
Emilio Sanmiguel

EL director británico no se deja encasillar. Al finalizar la obra de fondo del programa, la Sinfonía de Mahler que dura más de una hora, una gran experiencia para los melómanos y una prueba compleja para quienes no lo son, todos están en su derecho de vivir la experiencia de ver a uno de los verdaderamente grandes directores sinfónicos de la actualidad, el público aclamó y ovacionó de pies a director y orquesta.

La sala parecía temblar hasta sus cimientos. No podía ser de otra manera. Una y otra vez Rattle entraba y salía para recibir la clamorosa ovación, hasta que al fin anunció, como es costumbre en las giras internacionales de las orquestas, cuál sería el encore. Más de uno debió presumir que sería algo de Elgar, Nimrod de las Variaciones Enigma o la festiva Marcha de Pompas y circunstancias para cerrar la noche británica.

Pero Rattle no permite que se le encasille, se dirigió al auditorio: Stravinski: El pájaro de fuego, giró hacia la orquesta y dirigió la escena final del ballet de 1910; en cierto momento se produjo el milagro, de la orquesta empezó a flotar un pianississimo, un sonido aún más débil en intensidad que el pianissimo, como nunca antes se había oído, ni en el Mayor ni en ningún otro teatro en Colombia, luego, claro, la música fue evolucionando hasta conseguir la apoteosis del final del ballet.

No se trató, creo, de una suerte de tremendismo instrumental, o de demandarle a su orquesta recrear los míticos filados reforzados de Montserrat Caballé. El sonido de las cuerdas flotaba misterioso por todo el recinto, era etéreo pero también musical, parecía llevar un mensaje, que no era para el auditorio del Mayor sino todo un manifiesto del británico, como si quisiera decir: Juro que haré de esta una de las mejores orquestas del mundo.

ENS

Porque Londres, pese a ser desde los tiempos isabelinos una de las grandes capitales musicales del mundo, de pronto la más grande, aunque ha estado cerca, jamás ha podido vanagloriarse de poseer una grandísima orquesta, no al menos de la talla de la del Concert Spirituel o Loge Olimpique del París del XVIII, de la Gewandhaus de Mendelssohn en la Leipzig del XIX, o de las Filarmónicas de Viena o Berlín hoy en día.

Luego de la presentación de la London Symphony la noche del sábado, eso no suena a quimera y él lo sabe. Es que se dan todas las condiciones. Sabe mejor que nadie cómo hacerlo. Tiene la experiencia de haber convertido la City of Birmingham Symphony Orchestra, que dirigió entre 1980 y 1989, de una orquesta, a lo sumo de segunda línea, en la que podía ser en su momento la mejor del Reino Unido. También lleva a sus espaldas haber sido por 18 años, titular de la Filarmónica de Berlín, hasta el año pasado, él debe saber cosas que nadie más sabe y mucho de lo que para el mundo es un mito, para él es cosa sabida. A ello se agrega que aceptó la dirección de la orquesta británica por íntima convicción. Y, bueno, está lo más importante, lo que le ovacionó delirante el público la noche del sábado: que es un genio, y en la música la genialidad no es cosa de todos los días.

Sin la menor duda, el programa que dirigió en Bogotá tenía mucho de eso. Para la primera parte, una obra británica, la Sinfonía de Réquiem de Benjamin Britten del año 1940. Una obra muy ligada a sus años juveniles al frente de Birmingham, que pese a la anécdota de ser un encargo del gobierno japonés para celebrar los 2.600 años del Imperio, Britten escribió a su manera, como le vino en gana y qué bien la recreó Rattle, fogoso en el Lacryimosa, cuánto cuidado con la orquestación, qué variedad de matices; luego en el Dies irae la orquesta trabajaba con furia y precisión de relojería; el tercer movimiento, Requiem aeternum fue poético, lírico, el fraseo de las cuerdas era el de una gran orquesta.

La segunda parte fue la relacionada con Berlín. Porque la Sinfonía n°5 en Do sostenido menor de Gustav Mahler fue uno de sus triunfos más resonantes al frente de la orquesta de Karajan, que gracias a su batuta superó completamente el trauma Post-Maestro. El clima  en Bogotá, muy húmedo la noche del sábado, no era propiamente el más propicio para enfrentar una obra de semejante talante, tal y como era previsible, dos veces hubo que ajustar la afinación, entre movimientos, apenas unos segundos que en nada afectaron el desarrollo emocional de la obra, piedra de toque del repertorio post-romántico. La interpretación fue extraordinaria, no porque el público haya disfrutado, por ejemplo ese increíble fraseo de la cuerda y de trompas y trombones en el segundo movimiento, o por esa rusticidad de banda pueblerina que se sentía en el tercero, como derivada directamente de los Ländler de fin del XVIII y principios del XIX, sino porque Rattle la entiende como un todo, en el que los movimientos recogen ecos de lo ya oído y, en el movimiento final, hasta parecen presentirse atmósferas de La canción de la tierra.

Esa coherencia musical y dramática alcanzó su máxima expresión, justamente, en el Adagietto, que sí, es el fragmento más popular de toda la sinfonía, pero que hay que dirigir como lo hizo el británico, dentro de la sinfonía, no por fuera de ella, sin excesos, porque ya la música de por sí lo es. El quinto movimiento, pues lo dirigió con ese sentido de inevitabilidad, para permitir que toda la tensión inteligentemente acumulada a lo largo de más de una hora de música tuviera el desenlace dramático mahleriano.

Después… la ovación.