Ricardo Silva inmortaliza voces que imaginan el futuro | El Nuevo Siglo
Ricardo Silva Romero, uno de los autores más destacados del país, se encargó de hacer una reflexión más profunda sobre el mañana en este libro, una iniciativa de la Fundación Telefónica Movistar.
Foto @Paginadesilvaromero
Domingo, 21 de Febrero de 2021
Redacción Cultura

Las incógnitas que rodean un mundo pospandemia son el punto de partida de las historias que aborda Ricardo Silva Romero en las páginas de Cientos de voces imaginando el futuro, el libro en el que el escritor colombiano recoge algunas de las tantas visiones acerca del mañana que le espera a la humanidad mientras la adaptación a la nueva realidad avanza.

La obra es producto de una iniciativa que la Fundación Telefónica Movistar lanzó el año anterior para retar al público en general a escribir sus reflexiones e impresiones sobre cómo fueron sus días en los momentos de confinamiento, cómo se imaginan el día después del covid-19, qué nos espera de vuelta y cómo cambiará el mundo que nos rodea.

Es así como el libro se convierte en una reflexión mucho más profunda donde las interrogantes ¿cómo va a ser el mañana?, ¿cómo va a cambiar nuestro mundo, nuestras vidas?, ¿cómo nos vamos a relacionar?, ¿cómo vamos a aprender?, ¿cómo van a cambiar nuestros trabajos? y ¿cuál va a ser el nuevo panorama socio-tecno-político que va a surgir de esta crisis? guiarán al lector por un universo de deseos.  

A continuación, EL NUEVO SIGLO le trae un fragmento de esta publicación que la Fundación y el escritor lanzaron esta semana, a través de redes sociales:

No hay que recurrir al estudio de ninguna universidad gringa, o a la investigación de alguna encuestadora criolla echada para adelante, para concluir que hacía mucho tiempo los unos y los otros no nos mirábamos tanto en el espejo. Solíamos asentir ante nuestro reflejo, ridículos y trágicos y tímidos, como venciéndonos a nosotros mismos. Hoy solemos vernos de paso a la puerta de salida o camino al siguiente zoom. De vez en cuando se ve uno como es: irreversible. Pero por estos días pasa, además, que cuando cada cual está viendo su reflejo, alcanza a decirse –podría decirse que alcanza a escuchar– un montón de cosas que estamos pensando todos al mismo tiempo. Verse al espejo es, hoy, ver a todos. Verse al espejo no es verse la caricatura de la cara, sino verse la vida, pero también es tener enfrente la incertidumbre, la duermevela que la especie ha estado experimentando desde febrero, desde marzo. Todo espejo es público en estos momentos, mejor dicho, todo espejo es una ventana a una mente global que tiene a la mano las frases sueltas, los temores, las ansiedades, los arrepentimientos, las maldiciones, los secretos impronunciables, las plegarias, los mantras, las onomatopeyas, los lugares comunes que cada cual lleva por dentro.

Cuando me veo en el espejo de nuestra habitación, que es el espejo en donde solo se ven mi esposa y mis dos hijos, es como si me estuviera viendo en el espejo de un restaurante que está cumpliendo un siglo, como si me estuviera dando cuenta, por fin, de que los políticos hablan y hablan y hablan por hablar –creo que la expresión precisa es “llueven sobre mojado”– cuando llaman a la innegable e inevitable unidad de sus electores. Alguien más perceptivo que yo, un vidente o un médium de tiempos del mito, podría ver todas las caras de la Tierra reflejadas en este espejo al lado de la puerta del cuarto, podría escuchar todas las voces que, como si se tratara de lanzar una botella al mar ahora que todos somos náufragos, acaban de pronunciar lo que están pensando sobre la pandemia. Pero ya que se trata de que las oraciones no se pierdan en la traducción, como se pierden tantas súplicas elevadas a dioses que no conocen aquellas lenguas, yo prefiero acudir a las sentencias –las plegarias y los vaticinios de #repensandoelmañana– que hemos estado recibiendo por estos días en las redes sociales, y que también son llamados a lo humano y a la solidaridad en estos abrumadores tiempos de numerales y de likes.

Como es bien sabido, porque se ha dicho hasta el cansancio o se ha vivido en carne propia –y en carne viva, por demás–, las redes sociales pueden amanecer convertidas en monstruosos tribunales, en cadalsos, en pelotones de fusilamiento, en multitudes desbocadas, en cultos de una sola mente, en climas propicios a la megalomanía, en tendencias hechas a imagen y semejanza del pensamiento de manada: “¡Steven Spielberg está cazando dinosaurios en plena pandemia!”, gritaron un montón de “dinosauristas” en mora de volverse un colectivo, en días pasados, ante una viejísima foto –1993 es el siglo pasado– de la filmación de Jurassic Park. Como es bien sabido, las redes, de Twitter a Facebook, de WhatsApp a Instagram, han servido para propagar verdades a medias y calumnias. Y, para sacar adelante votaciones fundamentales, para ganar plebiscitos o elecciones presidenciales o consultas de vida o muerte, los populistas reaccionarios y los caudillos de la vieja guardia sí que han sabido valerse de las noticias falsas o de los presagios sin pies ni cabeza que de alguna manera resultan verosímiles a buena parte de la población

Y, sin embargo, en un principio fue lo natural que se entrara a los chats, a los blogs, a las redes sociales, a establecer contacto humano, a despejar, como el patito feo, la pregunta por la propia extrañeza: “Ah, hay más gente en el mundo que piensa, como yo, que Los Goonies es una obra maestra”, se pensaba. Creo que todos tenemos una idea de cómo fue la prehistoria de las redes –cruzaba uno los dedos mientras sonaba el carraspeo de la línea telefónica que trataba de conectarse– porque todos entramos a ellas con la aspiración de dar con prójimos que compartieran el mismo humor, el mismo amor por las sorpresas y los recuerdos y las recreaciones de la vida, el mismo temor a lo que viene: hicimos amigos de Twitter o de Facebook porque al comienzo no se trató de montar degolladeros, ni de popularizar rumores maledicentes, sino de mostrarles a los demás los gustos y los disgustos: de preguntar, de espiar ventanas de enfrente, de divertir, de llamarse por el hombro, de comunicar la belleza.

Se dio y se da y se seguirá dando la solidaridad en las redes sociales. Se verán cadenas de amigos que buscan a algún amigo desaparecido de un momento para otro o ciudadanos angustiados que donan lo que pueden donar para una causa. Ciertos personajes de redes publicarán sus cosas favoritas, una a una, sus hijos, sus paisajes, sus fotografías viejas, sus viajes, sus hallazgos, sus comidas, sus recetas para lo humano y lo divino. Ciertos cinéfilos recomendarán las películas de Cantinflas o las películas de Chaplin como si fueran nuevas. Ciertos lectores publicarán sus párrafos favoritos de los libros que estén leyendo como quien lee en voz alta a sus amigos porque alguien tiene que oír semejante belleza para que sea del todo cierta. Ciertos activistas llamarán a la compasión –nada más, nada menos– cada vez que la dignidad de una persona sea sitiada. Y yo lo tengo más claro que nunca, repito, porque tengo aquí adentro las reflexiones de #repensandoelmañana que han estado enviándonos por las redes desde que la Fundación Telefónica Movistar propuso esa reflexión.