Siete palabras para decirlo todo | El Nuevo Siglo
La humanidad contemplada desde el árbol sagrado de la cruz inspira al redentor del mundo.
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Viernes, 2 de Abril de 2021
Rafael De Brigard*

A la humanidad entera le hace falta un estricto voto de silencio. Son tan pocas las palabras que hoy vale la pena escuchar que quedarse sordo no sería una tragedia muy grande. Y quienes hoy acaparan las palabras, en su inmensa mayoría, no le llevan aliento alguno a la humanidad. Las frases y los discursos que hoy rodean la vida son tan falsos y vacíos como quizás nunca iguales hubo antes. Vana palabrería por doquier. Y, sin embargo, hemos de seguir buscando las palabras que necesitamos, que nos hacen bien, que nos inspiran e iluminan.

Esas palabras ya fueron pronunciadas y hacemos bien en volver una y otra vez sobre ellas. En cuanto a las que fueron dichas por Jesucristo, el hijo de Dios, nunca se habrá dicho ni escuchado lo suficiente. Bastaron siete, emitidas desde el duro madero de la cruz, impresionantes, a la vez que llenas de dulzura y esperanza.

La humanidad contemplada desde el árbol sagrado de la cruz inspira al redentor del mundo. Desde aquella altura las cosas son diferentes, inspiradoras y quizás un poco angustiosas, no por el crucificado, sino por quienes lo clavaron al madero. Oteando desde allí, solo una cosa se puede exclamar de la experiencia de haber caminado con los hombres: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Acaso podríamos, sin autorización previa, añadir de nuestra parte: casi nunca sabemos lo que hacemos, aunque presumamos de sabios y entendidos.


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Pero en esa desolación que causa la contemplación de la humanidad pecadora, también hay campo, es el mejor, para la palabra de redención: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Todo parecía estar perdido pues nadie sabía, nadie sabe realmente lo que hace, y, sin embargo, en Dios no hay búsqueda más ansiosa que la de la salvación de quien salió de sus manos creadoras. Aquel hombre que, clarividente de su condición pecadora, nuestro mejor representante, imploró el auxilio, no temporal, sino definitivo, abrió una vez más los ríos de la gracia sobre él y sobre todo aquel que, penitente, se presente humilde ante el único y verdadero Dios.

¿Se podía hacer algo más desde el leño de la cruz? Cuando todo era abandono, contempla el Divino Salvador, al pie de su duro trono, a su madre y al discípulo amado. La consolación de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo. Una madre incomparable, recia, solidaria con su Hijo, se presenta, no con palabras, sino con su calor maternal a dar abrigo a quien salió de su vientre y ahora luce desnudo y tiembla por todos los motivos. Y un discípulo, uno solo de tantos que hubo, completa el cuadro, una especia de trinidad: el hombre Dios, la virgen Madre, el discípulo amado. Entonces, desde la cruz, la voz que sigue velando por los suyos: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, vale decir, María te dejo la Iglesia, representada en este discípulo que ahora se cobija bajo la sombra que da la cruz. Por fin, en este drama mesiánico, dos personas que sí saben lo que hacen. No todos estaban perdidos. Saben que esa cruz es signo de amor y redención y que solo cerca de ella hay salvación. No la hay sin ella. No la hay.

Y, a pesar de todo, es imposible que este varón de dolores, este siervo de Yavéh, no experimente su soledad profunda y esto se traduce en grito desgarrador: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Añadamos: ¿por qué me has dejado solo ante esta humanidad que parece añorar más la tiniebla que la luz, la muerte que la vida, el pecado que la gracia? Pero si hay grito, hay esperanza de ser escuchado y así será.


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¿Qué dura la tarea de salvar a la humanidad! Ha sido generoso el Dios y Padre de todos: creó, entregó, envió, mostró, lloró, pero granítico es el corazón humano, esquiva la fe, hasta en la misma tierra del redentor. “Tengo sed…”, clama con el poco aliento que aún le queda, Jesús, el de Nazareth. Le dan vinagre. No desaparece la crueldad. Es que no se resiste tanto amor, tanta luz, tanta entrega. ¿Por qué no nos dejas seguir en las tinieblas, lejos del Edén, solo apasionados, sin razón ni fe? Esto se preguntan muchos desde siglos que se hunden en la historia. La sed de Dios no se calma con vinagre. Muchos menos la de los hombres. Solo el amor puede dar alivio y sentido a la vida entregada como don a cada uno. Y si la cruz es un árbol, el único fruto que a él se debe reclamar es precisamente el del amor sin límites, el del amor hasta el final, al que se refiere el evangelio de Juan.

¿Por qué se quiere hacer un trueque de amor por vinagre, de amor por clavos de acero, de amor por burlas, de amor por escarnio? Si quien pende de la cruz pudiese soltar sus manos lo haría para libar el cáliz del amor con la humanidad entera. No se liberaría para señalar a nadie ni para empuñar el látigo, sólo para servir, como en las bodas de Caná de Galilea, en cantidades abundantísimas, el vino de la alegría, el que alegra el corazón, dice la Escritura.

No obstante, la obra culmina: “Todo está cumplido…”. De parte de Dios, de su Hijo, del Espíritu. Esto es incuestionable: han cumplido, la Trinidad ha llevado a cabo la obra de la redención, el amor ha sido llevado al límite. No interesa si la criatura quiere ser redimida. En todo caso es de Dios. Y Dios ha cumplido. Repitamos este una y mil veces. ¿El hombre…? ¿La mujer…? Solo Dios sabe. Pero Él si ha cumplido. Ahora, es momento de volver al Padre que está en los cielos: “A tus manos encomiendo mi espíritu”. Y la promesa fue cumplida: la vida que nunca moría, murió, el que no padecía, padeció, el que siempre amaba …nunca dejó de amar. Pocas palabras, siete, que lo dicen todo. Una más sobra y desentona. Una menos y no entenderíamos. ¡Qué grande es Dios! En siete palabras todo lo reunió: perdón, salvación, consolación.