Una mirada a las páginas de Germán Castro Caycedo | El Nuevo Siglo
El cronista, nacido en Zipaquirá en 1940, dedicó toda su vida al oficio del periodismo en varios formatos que van desde la escritura hasta la presentación en televisión.
Foto @GCastroCaycedo
Domingo, 18 de Julio de 2021
Redacción Cultura

Toda una colección de obras literarias que guardan en sus páginas testimonios sobre la realidad de Colombia durante las últimas cinco décadas, es el legado que hoy acoge el mundo de las letras y el periodismo como una herencia para recordar la esencia de la pluma de Germán Castro Caycedo, quien a sus 81 años falleció esta semana.

Castro fue uno de los escritores y cronistas más queridos del país, además de convertirse en el primer periodista que dirigió un programa dedicado a la denuncia en la televisión colombiana, con Enviado Espacial, el cual también presentó y fue emitido durante 17 años.

Este jueves se conoció la noticia de su muerte a causa de complicaciones producidas por un cáncer de páncreas que le fue diagnosticado días antes, según anunció su familia.

Periodista Innato

Nacido en Zipaquirá, en 1940, la única profesión que ejerció Germán fue el periodismo, en diferentes formatos, que van desde la escritura hasta la presentación en televisión. A principios de los años 60 se vinculó al mundo de los medios como reportero y cronista, época en la que se destacó por su capacidad investigativa y camaleónica, así como también por su interés en las comunidades.

La revista El Ruedo de Madrid fue su primer contacto con el periodismo en 1962, donde fue enviado espacial. Luego, en 1966 trabajó en el diario La República de Santafé de Bogotá como redactor y en 1967 entró como cronista y reportero al periódico El Tiempo, donde trabajó por 20 años.

Durante su trayectoria, su labor fue reconocida con 11 premios nacionales de periodismo y ocho internacionales, entre ellos, el SIP Mergentthaler, organizado por la Sociedad Interamericana de Prensa, el galardón al reportaje de testimonio en la Bienal de la televisión de Berlín Prix Futura y en 2005 el premio de periodismo Planeta por su obra Que la muerte espere.

Enviado Especial no fue el único programa en el que participó Castro, pues para reemplazar este espacio presentó Temas y tomas algunos años después.

Colección de éxitos

A partir del lanzamiento de su primer libro Colombia amarga en 1976 salió a la luz el cronista y exigente pluma que caracterizó durante varias décadas después a Germán, quien luego de esta primera obra a lo largo de 25 años publicó 14 títulos más, de los cuales nueve hacen parte del tomo Obras completas, que se lanzó entre 1997 y el 2000.

En 1999 por su obra El Karina, traducido a nueve idiomas, recibió el premio Rodolfo Walsh concedido a la mejor obra no-ficción publicada durante ese año en España. Así mismo, su libro Mi alma se la dejo al diablo ha sido traducido a diez idiomas, y Perdido en el Amazonas a siete.

La obra de Germán, uno de los escritores más leídos y con mayor credibilidad en Colombia, ha sido publicada en Europa y América Latina, además está compuesta por 22 libros de narrativa no-ficción.

En su colección de éxitos se destacaron obras como El hueco (1989), El cachalandrán amarillo (1989), El huracán (1991), La bruja (1994), Del ELN al M-19, once años de lucha guerrillera (1980), En secreto (1996), La noche de las lanzas (1999), El Alcaraván (1996) y Candelaria (2000).

A pesar de su longeva carrera, los libros de German conquistaron hasta hace dos años, antes de la llegada de la pandemia, uno de los eventos más importantes de Bogotá y Latinoamérica, la Feria Internacional del Libro de Bogotá, ya que en el 2019 su obra Huellas, fue una de las más vendidas, al tiempo que ejemplares de Fernando Vallejo, Juan Manuel Santos y Mario Mendoza.

Para recordar la creación más reciente del escritor y honrar su memoria, a continuación no se pierda de un fragmento de Huellas, uno de sus ejemplares más exitosos en el que se puede seguir el rastro de Castro por diversos países, publicado en la página oficial del escritor.

Primera huella

Muiscámennii-Siberia

Uno de sus amigos me dijo en San Petersburgo: “¿Carlos Grisales? ¿El geólogo colombiano? Está viviendo en Siberia”.

Ahora seguíamos sus pasos en Salijard, una ciudad a tres horas en jet al nororiente de Moscú, plantada sobre el círculo polar ártico. Grisales huyó de la violencia en Colombia y terminó viviendo en Vorkutá, un campo de destierro más allá de los Urales. Allí llegó con Natascha Stepánovna, su compañera.

El padre de Natascha era un desterrado y un día ella le dijo:
–Carlos, mi padre está enfermo, me voy a morir a su lado.
–Nos moriremos los tres: yo me voy contigo.
El cerebro de Natascha está atado a la cultura del destierro. Desde hacía cerca de dos siglos algunas mujeres habían empezado a irse a Siberia a acompañar a sus familiares.

Grisales y Natascha Stepánov-na ya no estaban en Vorkutá. El viejo murió y ellos se vinieron hace cinco años a un punto, 520 kilómetros al norte del círculo polar ártico, llamado Muiscámennii, que no figura en los mapas convencionales de Rusia. Ese era nuestro destino.

Volábamos en un avión sesquiplano Antónov-2. A una hora de travesía el cielo estaba limpio y empezamos a divisar la tundra: llanura invadida por las aguas que corren sobre las tierras bajas.

Ríos que se deslizan bajo una superficie congelada con una capa de más de un metro de hielo: ríos y pantanos y lagunas. Lagos de colores con un sello de hielo blanco en los bordes y el resto azul claro, algunas veces ocre. Nada brilla allá abajo. Es una visión apagada sobre el azul verdoso y el gris del techo de nubes que termina en el infinito.

Al frente veíamos, a trechos, comunidades de pinos, alerces y abedules delgados y pequeños, chamuscados por la ventisca y plantados como grupos de alfileres en aquella inmensidad de musgo y mármol.

Mi compañero de viaje era Alejandro Mendoza, un físico colombiano que se vino a la Unión Soviética, estudió y se quedó sumergido en el mundo de la ciencia. Luego de recibirse, cuando finalizaba la maestría de su carrera, hizo prácticas en una central nuclear aquí en Siberia y quería regresar.

Más adelante cambió la imagen de la tundra y empezamos a volar sobre blanco y vapores azulados: bruma. Y en medio del blanco y de la niebla, siluetas de viviendas grises. Arquitectura soviética.

Era mayo, primavera tardía en el Ártico… “Las noches blancas”, le dicen a esta época con veinticuatro horas de luz.

En Muiscámennii –donde permanecimos diez días– habíamos perdido la noción del tiempo y del espacio en una geografía monocorde, con un paisaje que no cambia, con un clima que no parece variar: dos semanas de primavera, siete meses de sombras.

Antes de nuestro regreso a Salijard y luego a Moscú, Nicolai Vorísovich, piloto de uno de los helicópteros de las compañías que extraen gas en Siberia, dijo que volando hacia el norte había visto a una familia de nenei, hombres de las nieves, y pensó en nosotros. Sus toldas estaban 120 kilómetros al norte.

Como hace siglos, aquellos viven en un mundo esotérico. Son trashumantes, no se detienen en un sitio más de siete, ocho días, según se agote en cada paraje el musgo con que se alimenta un colosal rebaño de renos, razón de su existencia.

Temperatura, un grado centígrado. Allí apenas iban a comenzar dos semanas de primavera y el hielo comenzaba a derretirse bajo un sol tímido. Para Nicolai, este clima parecía mentira: en diciembre y enero habían vivido una noche profunda y cincuenta y siete grados bajo cero.

A trescientos kilómetros al norte del círculo polar ártico, encontramos tres toldas hechas con piel de reno. Un hombre, varios jóvenes, las mujeres y los niños llevaban trajes de piel de reno. Estaban sonrientes, levantaron las manos para saludar. Un poco después nos alcanzaron un chuzo con trozos de carne de reno asada.