Wagner: la omnipresencia artística | El Nuevo Siglo
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Domingo, 4 de Marzo de 2018
Antonio Espinosa Holguín
En el último artículo de “grandes compositores” se narró la historia de uno de los músicos más brillantes del Siglo XIX. Se podría decir, incluso que fue, de alguna manera, la primera estrella de la música moderna. 

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RICHARD Wagner es indiscutiblemente una de las figuras más polémicas en la historia de la música, quizás incluso en la historia del arte occidental. Sus óperas, sus escritos y su personalidad generan casi sin excepción reacciones fuertes, extremas, sean ya de odio o admiración. La creciente montaña bibliográfica dedicada a diseccionar su vida, su pensamiento político, su pensamiento artístico, y a veces incluso su música es el testamento de esta intensidad que Wagner aún hoy suscita. En vida suya la cosa era igual, y la efervescencia de sus devotos es bien conocida, llegando a extremos como los de director de orquesta Hans von Bülow, quien siguió dirigiendo las óperas de Wagner incluso después de que éste tuviera tres hijos ilegítimos con su esposa Cosima, hija de Franz Liszt.

 

Uno de estos fervorosos partidarios era el Rey Luis II de Baviera, quien asumiera el trono en 1864, a los 18 años de edad. El Rey había asistido a producciones de las óperas de Wagner desde la adolescencia, y se había convertido rápida e incondicionalmente a la causa del compositor, sumergiéndose de lleno en el ambiente de romanticismo fantástico de obras como Lohengrin y Tännhauser. El compositor pasaba por épocas difíciles, habiendo regresado a Alemania en 1862 tras su largo exilio político en Suiza. Para esa época el compositor había acumulado una cantidad de deudas casi prodigiosa gracias a su extravagante estilo de vida, y no lograba concretar un estreno para su más reciente obra Tristán e Isolda, debido a la enorme dificultad de su interpretación. Fue entonces cuando el joven Rey, en una de las primeras audiencias reales que concedió, recibió al compositor durante hora y media en el palacio real, manifestándole la incondicionalidad de su apoyo.

 

Así, Wagner quedó liberado de sus prestamistas, y además con las posibilidades económicas para llevar a cabo hasta sus más extravagantes proyectos. La devoción de Luis II por Wagner era tal que, cuando el compositor se vio obligado a abandonar Múnich debido a los escándalos que iba generando entre la élite conservadora de la ciudad, el Rey consideró abdicar a favor de su hermano, consideración que Wagner rápidamente le sacó de la cabeza. El Rey seguiría patrocinando a Wagner incluso en la distancia, y en 1869 comenzó la construcción del famoso castillo de Neuschwanstein, un extravagante palacio repleto de tributos a Wagner y su obra, e inspirado en aquel romanticismo germánico en el cual la música del gran compositor habría iniciado al Rey.

 

El Rey había sido desde un joven un tanto fantasioso, y poco dado a los asuntos de estado o de la guerra, se había dedicado desde hacía ya un tiempo a la construcción de castillos y al patrocinio de las artes. Esto, sumado a su poco secreta homosexualidad, lo llevó a tener enemigos poderosos, fieramente dedicados a su destitución, hasta su trágica y misteriosa muerte en el lago de Starnberg, donde su cadáver fue descubierto el 12 de junio de 1886, junto al de uno de los psiquiatras cuyo diagnóstico había llevado finalmente a su forzosa deposición.

 

Sin la devoción incondicional de Luis II, la carrera de Richard Wagner no hubiera sido la que fue. Primero que todo es difícil saber si Wagner hubiera logrado salir de sus deudas en 1864, o si hubiera sido capaz de estrenar Tristán e Isolda. Pero además, en los años subsiguientes, el patrocinio del Rey le permitió a Wagner dedicarse plenamente a su arte, tomándose períodos largos de tiempo para componer, revisar y escribir libretos, incluidos los famosos veinte años que le tomó completar el ciclo de cuatro óperas conocido como El anillo del nibelungo (proceso comenzado incluso antes de conocer a Luis II e interrumpido por la composición de Tristán). Los complejos estrenos de sus óperas tardías, como de la dificilísima Tristán, hubieran sido también imposibles sin el apoyo financiero y político de Luis II.

 

La fama que le brindaría Tristán e Isolda, y su retorno triunfal a Alemania, lo llevarían a la cúspide del mundo musical europeo, canonizado en vida como pocos artistas antes de él lo fueran, gracias no sólo al impacto de su obra, sino a su extravagante personalidad y filosofía del arte y la música. En el pensamiento wagneriano el artista asume un rol casi mesiánico frente a la sociedad, siendo su deber el de liderar a la misma hacia un glorioso futuro a través de su trabajo. Muchos de quienes rodeaban a Wagner pensaban igual y comenzaron a tratarlo como una figura mítica, casi milagrosa. Una anécdota contada por varios de los asistentes al estreno de su Festival de Bayreuth (otro proyecto imposible para cualquier compositor que no contase con apoyo regio) dice que el carruaje en el que llegó Wagner era más grande que el de varios nobles, e incluso el de algún príncipe.

 

Wagner fue uno de los primeros artistas occidentales en alcanzar semejante posicionamiento social y económico en vida, y esto hace que su relación con el Rey Luis II resulte particularmente interesante, ya que es ilustrativa de un cambio de paradigma que ocurría en la sociedad europea del momento. Mientras los otros músicos que hemos tratado en la serie, J.S. Bach y Joseph Haydn, eran empleados de sus patronos, Luis II de ninguna manera puede considerarse el empleador de Wagner. Incluso podría llegar a decirse que veía la posibilidad de patrocinar al compositor como un honor, no sólo por su ferviente adoración individual por las óperas del mismo, sino también a causa del nuevo lugar que estaba tomando el gran artista en la sociedad. El cambio venía en gestación desde Beethoven, cuya radical independencia abrió el camino al pensamiento wagneriano, en el cual el artista no sólo no estaba subyugado a las necesidades de la sociedad que lo rodeaba, sino estaba por encima de la misma, y era ésta quien tenía una deuda con él. La relación entre Luis II y Richard Wagner fue quizás la última en la que la carrera de un compositor fue tan indeleblemente marcada por un patrono particular, pero fue también uno de los más tempranos indicios de cómo iba a cambiar la relación entre el artista y el mundo. Podríamos incluso llegar a decir que Wagner fue, de alguna manera, la primera estrella de la música moderna.

 

Músico del Berklee College of Music