Una de las mayores fortalezas de Colombia en las últimas tres décadas ha sido, sin duda, la confiabilidad de su sistema energético. Desde las épocas infaustas del apagón, a comienzos de los noventa, el país ha venido desarrollando, en un esfuerzo conjunto entre sector público y privado, una infraestructura de generación, distribución y comercialización que es de las más robustas de Latinoamérica.
Esa matriz, que corresponde a un poco más 20 gigavatios de capacidad efectiva neta, es una de las más sostenibles de la región desde el punto de vista ambiental. Esto en la medida en que alrededor del 68% se sustenta en la cadena hidroeléctrica. A ello se suma un 30% de plantas termoeléctricas, que funcionan con carbón y gas, en tanto que el resto del parque –de más reciente pero rápido crecimiento– corresponde a energías alternativas, como la solar, la eólica, los proyectos de hidrógeno y otras fuentes renovables no convencionales.
Sin embargo, en los últimos años la fortaleza del sistema de generación y suministro energético en Colombia se ha visto afectada por situaciones tanto coyunturales como estructurales. Desde la demora en la entrada de operación del proyecto Hidroituango (sobre todo por el accidente de 2018 en uno de los túneles de la represa antioqueña), pasando por los cortocircuitos del mercado de energía y su coletazo tarifario, hasta terminar en la accidentada política del actual gobierno que busca forzar un marchitamiento antitécnico e improvisado de los proyectos de exploración y explotación petroleros, carboníferos y gasíferos.
Una política de transición energética que no solo no responde a cronogramas objetivos y razonables de gradualidad en la disminución de la dependencia de fuentes fósiles de combustibles y el aumento progresivo del parque de generación de energías limpias, sino que, además, no atiende a las realidades geopolíticas y geoeconómicas que impactan directamente la oferta y demanda nacional y global. Lo que resulta aún más paradójico es que el gobierno Petro, que prácticamente le declaró la guerra al rubro minero-energético, descarga paralelamente gran parte de sus necesidades de recursos fiscales en los ingresos que percibe por divisas, impuestos y regalías de las industrias extractivas.
Una suma de todo lo anterior es lo que ha redundado en que hoy por hoy estén prendidas las alarmas en el sector energético a nivel nacional. De un lado, los horizontes de autosuficiencia en materia petrolera y gasífera se han acortado de forma por demás preocupante. Prueba de ello es que el país está hoy muy lejos de volver a la meta de producir un millón de barriles de crudo al día, en tanto que todo indica que en los próximos meses será necesario importar gas para poder suplir la demanda interna.
Como si lo anterior fuera poco, hay una gran cantidad de proyectos petroleros y gasíferos suspendidos o semiparalizados por problemas en los licenciamientos y las consultas previas.
De igual manera, la estructura del mercado de energía en el país sigue presentando fallas en materia regulatoria, llevando a un constante pulso entre generadores, distribuidores y comercializadores, en donde, como se dice popularmente, los ‘platos rotos’ los termina pagando el usuario a través de la escalada tarifaria.
No hay día tranquilo en el sistema energético. Basta con enumerar lo ocurrido en el último mes para evidenciar ese clima convulso: la empresa Air-e pidió ser intervenida por la Superintendencia del ramo y Afinia, el otro consorcio que presta servicio en la costa Atlántica, advirtió una grave situación financiera; a las alertas sobre escasez de gas y necesidad de importar a corto plazo, se sumó un fallo judicial que casi paraliza el proyecto estratégico Uchuva 2; la Contraloría advirtió que 10 millones de personas podrían quedar sin el servicio de energía por el no pago de la “opción tarifaria”, las demoras en el giro de subsidios estatales y la cuantiosa cartera de los actores del sistema; el desgastante tira y afloja en la designación de los delegados gubernamentales en la Comisión de Regulación de Energía y Gas (CREG); la incertidumbre por el alcance de los proyectos de reforma a la ley de Servicios Públicos y el Código Minero; las alarmas en Ecopetrol por reversa de negocios, caída en utilidades, inestabilidad en la junta directiva y ahora la suspensión de venta de gas a varias empresas, lo que podría impactar el suministro vehicular de este combustible; la suspensión definitiva de dos proyectos eólicos en La Guajira por problemas con las comunidades; el rifirrafe político y económico permanente entre el Gobierno y los gremios energéticos; el agravamiento del racionamiento de agua en Bogotá por el bajo nivel de los embalses y la denuncia en torno a que la parálisis del proyecto para traer energía desde las plantas de Chivor y Sogamoso podría generar una crisis de suministro a corto plazo en la ciudad…
¿Hay riesgo de un apagón en Colombia? Esa es la pregunta que muchos sectores se hacen, sobre todo tras lo ocurrido en Ecuador. El Gobierno lo descarta, pero los gremios y la industria sectorial expresan su preocupación. Otros consideran que los racionamientos de agua y luz, sobre todo por la sequía en muchas regiones del país, serán inevitables a corto plazo, a menos que las lluvias (impulsadas por el fenómeno de La Niña, que será débil) aumenten sustancialmente hacia el final del año.
En medio de todo este complejo panorama solo se puede extraer una conclusión: la robustez del sistema energético en Colombia se está perdiendo y ese es un riesgo estratégico muy grave para el país. Urgen, entonces, soluciones de fondo, aquí y ahora.