* Ayudar a la Justicia, antes que aislarla
* No implicar al Presidente en pugnas
Ninguna necesidad tiene el presidente Juan Manuel Santos de “arrancharse” en una reforma a la Justicia que cada vez resulta más polémica. Es evidente que el espíritu constitucional promueve la concertación en la materia e incluso da la iniciativa parlamentaria a las mismas autoridades judiciales para este tipo de modificaciones. No es, desde luego, que el Ejecutivo sea un convidado de piedra. Ni más faltaba. Pero es claro que al darles la Constitución capacidad legislativa a las Cortes se presupone que es de allí de donde deben surgir los cambios y las mejoras de la Rama.
En realidad la reforma hoy, después de los “micos” que le habían colgado miembros de las células legislativas, tiene de epicentro de la controversia la eliminación de las competencias nominativas de los altos Tribunales. Pero todo ello tiene razón de ser en el sistema de pesos y contrapesos diseñado por la Constituyente y, por lo tanto, modificar el asunto supone una contrarreforma regresiva. Hasta el momento, los mecanismos de designación de Contralor, Procurador y Defensor del Pueblo han sido positivos para el país. Si en ciertos casos resultaron comprometidos con el Proceso 8.000, o similares, ello no fue fruto de sus designaciones, sino de malas prácticas antecedentes, cuando los seleccionados fungían de parlamentarios y no se sabía de sus asociaciones espurias.
Por el contrario, las últimas designaciones han descollado por su acierto y nadie dudaría, por ejemplo, de que el procurador Alejandro Ordóñez o la contralora Sandra Morelli vienen realizando una labor sobresaliente. ¿Por qué, entonces, cambiar lo que se está demostrando bueno y benéfico?
Se dice con insistencia que producto de la intervención de las Cortes en las nominaciones se vienen politizando las áreas de control disciplinario y fiscal. Si ello fuera así, lo que amerita son investigaciones puntuales, pero no el cambio de leyes. Mal sería, ciertamente, que ello se convirtiera en un reducto clientelista judicial, pero peor es retrotraerse a las épocas en que en esas instituciones campeaba el clientelismo parlamentario y que a consecuencia de ello elevaron sus nóminas de manera nociva y lejana a los dictámenes del buen gobierno.
Está claro, por su parte, que el tema del Consejo Superior de la Judicatura tiene tanto de largo como de ancho. Como instituto legal, el Consejo ha servido para desarrollar la idea de la autonomía de la Justicia. De otra parte, algunos magistrados han recurrido a conductas no propias de la majestad de su cargo, que en efecto están investigándose disciplinaria y fiscalmente. Lo que allí se requiere es mayor rigurosidad en los requisitos para acceder a lo que se supone una de las más altas misiones dentro de la magistratura. Con ello quedaría resuelto el problema, buscando que la entidad sea un areópago de juristas, como se pensó en la Constituyente, bajo cuyo control podría fungir un gerente de la Rama. Distraer a los presidentes de las Cortes de sus labores esenciales, como se pretende, que son las de administrar pronta y debida justicia, además en un país repleto de procesos, no es aconsejable y por el contrario se presta para dilaciones.
Como se dijo, todo el aparato estatal lo que debe es enfocarse hacia la pronta y debida justicia. Cualquiera que se acerque a un Juzgado no puede más que quedar atónito con la falta de instrumentos tecnológicos, la precariedad de las oficinas y la ausencia de auxiliares. Aunque se ha querido llenar de simbolismos a la Justicia, a través de togas y formalismos, es igual de importante adecuar los despachos de todo el país a la modernidad. Investir notarios y abogados repentinos de jueces de emergencia, sin las características que la Rama Judicial exige, sirve para hacer requiebres pero no para resolver los problemas.
Lo que interesa al país, y desde luego al Presidente, es poner a tono con los requerimientos contemporáneos a la Justicia. Que ello cuesta, sin duda, pero pasará más a la historia el Presidente si así lo hace, antes que mantenerse en las fricciones que no conducen a nada positivo.