La caída de Gorbachev | El Nuevo Siglo
Sábado, 25 de Diciembre de 2021

* ¿Cuál “fin de la historia”?

* El costo de ceder la ideología

 

 

Con la renuncia de Mijaíl Gorbachev el 25 de diciembre de 1991, hace 30 años, cayó estrepitosamente el bloque soviético. Aunque de antemano se llevaban a cabo negociaciones internas para salvar la alianza comunista, todo fue inútil. El régimen totalitario, a pesar del glasnost y la perestroika, es decir, más transparencia y menos asfixia económica, no pudo sortear la debacle. De hecho, ya Boris Yeltsin convocaba la resistencia civil. Y las fuerzas regresivas tampoco pudieron imponerse a través del golpe de Estado.

Fue, pues, imposible recomponer en Rusia lo que, de hacía 70 años, estaba evidentemente dañado de raíz. La supresión de la libertad, con la colectivización humana de fórmula insólita, se vino naturalmente a pique. A decir verdad, su debilidad práctica y su inviabilidad política se comprobó muy superior a la sospechada. Al mismo tiempo, terminó la Guerra Fría. Y el mundo respiró frente a la amenaza permanente de la hecatombe nuclear.

Entonces analistas como Francis Fukuyama proclamaron el “fin de la historia”. Bajo esa consigna, lo que ante todo se pretendía era declarar rotundamente que había llegado el momento de eliminar las ideologías del contexto universal. En efecto, el triunfo indiscutible de la combinación firme entre democracia y capitalismo así lo demostraba. El trabajo hacia el futuro consistía, pues, en la consolidación orbital del sistema, ahora fortalecido y sin intimidaciones. Inclusive, no solo en los países de la “cortina de hierro” europea, sino en muchos otros, el cambio democrático fue rápidamente adoptado. O sea que la humanidad parecía haber llegado finalmente a una unanimidad de pensamiento.

   Transcurridas tres décadas puede afirmarse, no obstante, que la premonición de Fukuyama no encontró terreno tan fértil. A poco del colapso ruso los conceptos de otro politólogo, Samuel Huntington, se convirtieron en realidad. Efectivamente, su tesis de que más que el “fin de la historia” lo que sobrevendría sería un “choque de civilizaciones” tomó vigencia plena. Las imágenes televisadas del 11-S, diez años después de la dimisión de Gorbachev, notificaron el drástico viraje en cosa de minutos. El sistema democrático, con su componente de libre mercado, había encontrado un nuevo enemigo, que nadie pensaba a la caída del comunismo soviético.

Ciertamente, el islamismo radical, si bien no una ideología como expresión intelectual, pero sí una manifestación teocrática agresiva, copó la atención global durante buena parte de estos 30 años. En no poca proporción, los hábitos comunes a la vida en democracia, como la libre movilización de las personas, se vieron restringidos en virtud de la “guerra preventiva”. El temor a la bomba atómica se cambió por el miedo al estallido de cualquier explosivo no convencional, asesinando a millares de civiles indefensos Y los “soldados suicidas” de Alá se hicieron comunes. La neutralización del fenómeno, al menos en lo que puede constatarse a hoy, no fue fácil para las naciones democráticas, que incluso incurrieron en paradojas y contradicciones en ese propósito.

Por su parte, el establecimiento de la democracia como un designio histórico planetario fue cubriéndose de anomalías en ciertos lugares. De suyo, no podría decirse en lo absoluto que hoy Rusia es una democracia. Ni argüir lo propio de otros países que también han derivado en el autoritarismo, como Hungría o Turquía. Mucho menos, claro está, poder hablar de ello en múltiples territorios de América Latina. Lo mismo que en naciones de Asia, para no irnos hasta África.

En tanto, el gran ganador de este último período tiene nombre propio: China. Sin hacer caso alguno al “fin de la historia”, ni tampoco matricularse en el “choque de civilizaciones”, ni muchísimo menos desdecirse un ápice de sus convicciones comunistas (pese al desplome en Rusia), se mantuvo en la idea, incluso reciente, de hacerse parte del capitalismo. Pero, como se dijo, sin ceder un milímetro en sus convicciones antidemocráticas y la coacción perenne de las libertades. Entonces lanzó controladamente a sectores de su gigantesca población, para que participarán de la oferta y la demanda, incursionó en la innovación tecnológica, y se convirtió en el piñón de la economía mundial. Hoy no solo compite con Estados Unidos por la preminencia global, sino que ha profundizado sus nexos con Rusia y va por la troika con India. Es decir, la porción más considerable del planeta.

En ese horizonte, haber declarado el “fin de la historia” y haber cedido el espacio ideológico, por el prurito de un regocijo momentáneo con el colapso soviético, resultó un bumerán. Con ello, la democracia quedó lesivamente inscrita en el refranero chino según el cual no importa si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones. Y eso, en un sistema como el democrático, es una contradicción en sus términos que comienza a pasar factura.