La colmena penitenciaria | El Nuevo Siglo
Martes, 26 de Agosto de 2014

Clamor del Defensor del Pueblo

Castigo y redención

 

El Defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, uno de esos funcionarios públicos de excepcional calidad humana que toman sus deberes y competencia muy en serio,  se traslada casi a diario al Congreso de la República a hablar con los legisladores para que le colaboren en la defensa a ultranza de los derechos humanos en las cárceles. Suele acudir a donde los altos jerarcas del Gobierno cargado de cifras, expedientes, informes locales y del exterior, en los cuales se señala que Colombia es una de las naciones en el mundo donde más se violan los derechos humanos en los medios penitenciarios. Acude a foros académicos en  el país en los cuales explica que las prisiones no deben ser universidades del delito, centros de formación de terroristas y estafadores, ni cloacas infectas donde se tortura física y psicológicamente a los penados. No intenta tampoco caer en la trampa de edificar hoteles cinco estrellas como lo fue La Catedral en tiempos del capo de Medellín. El Defensor del Pueblo entiende varias cosas que no parecen captar los que se ocupan en los temas carcelarios, la primera que se trata de seres humanos. La segunda que existen diversas modalidades de delitos y de penas, según la escala de valores que los códigos establecen para reprimir y castigar penalmente a quienes delinquen y se les juzga con plenas garantías para su defensa.

 

Otálora intenta hacerles comprender a los congresistas que se estrenan que no todos los delitos se deben castigar con prisión,  ni que se deben consagrar penas para satisfacer la galería; esos temas deben ser tratados con el mayor conocimiento de causa, inteligencia y responsabilidad social. Lo mismo que no deben permanecer hacinados en los mismos lugares nauseabundos los giles que delinquen por primera vez, que los ladrones, terroristas y criminales curtidos. Esas nociones elementales las difunde por Colombia como si se tratara de un predicador. Pese a lo cual varios legisladores anuncian penalizar cuanto delito se cometa, incluso las infracciones menores, sin importar los inocentes. Les importa un bledo el hacinamiento carcelario, ni  que en esos antros se esclaviza a prisioneros y detenidos, que son vendidos a los capos y matones que los ultrajan,  se los maltrate y convierta en fieras. Casi ninguno de esos representantes del pueblo tiene nociones de psicología, ni de los trabajos sobre la conducta social y las metodologías que debe desarrollar una sociedad organizada para arrancar de las garras del delito a los seres que son redimibles o que por un error cayeron en las garras de la ley. Pretender sacar adelante una política de paz,  en tanto sigan siendo las prisiones tanques de formación y pensamiento de la delincuencia organizada, es incongruente.

No hemos tenido en Colombia un investigador de las calidades del gigante del pensamiento  Michel Foucault, que se adentró en la genealogía de los castigos y las prisiones de Francia, en la mentalidad de jueces y bandidos, partiendo de la experiencia del regicida francés Damiens en 1757. En tiempos en los cuales la pena de muerte servía para escarmentar a millares de seres en cuanto sacudía la conciencia colectiva y conseguía dejar una imagen imborrable en la sociedad  sobre la severidad del castigo y la capacidad de inhibir el criminal que muchos anidan en su ser y que la educación y los controles sociales impiden que aflore. Lo mismo que aun en tiempos de la República en el siglo XIX se empleaba en Colombia como arma fundamental para contener el delito y congelar de raíz el ímpetu delictivo, al aplicar la pena de muerte. Como en efecto se hizo con el famoso doctor Russi, abogado y jerarca de montoneras radicales que alienta una suerte de logia de artesanos para, según él, “despojar de los bienes usurpados por los ricos”, pues estaba influido por la jerga socialista que repetían en coro sus jefes políticos copiada al calco de los utopistas socialistas franceses de la Comuna de París. De acuerdo con el análisis espectral de Foucault,  magistrados, jueces, carceleros, políticos y la sociedad no pueden escamotear la realidad,  que el maltrato y la humillación, son causa de hondos trastornos de la conducta social. La impunidad es el mayor aliciente del delito en Colombia, en especial la de los  criminales que se amparan en los escuadrones de la violencia. Lo mismo que es un hecho que en casi todas las revoluciones que se han producido en los últimos doscientos años, por lo general lo primero que hacen es liberar a los presos políticos y comunes. En tanto resulta conmovedor constatar que en regímenes carcelarios gradualistas, donde se les permite a los detenidos que han dado muestras de arrepentimiento y socialización, acogerse a las posibilidades  del trabajo honrado y locación abierta, se aferran al compromiso y se reincorporan a la sociedad, convirtiéndose en algunos casos en celosos defensores de la ley.