La paz constitucional | El Nuevo Siglo
Domingo, 20 de Septiembre de 2015

Entre la autoridad y el autoritarismo

No basta con injertar artículos transitorios

 

Para hacer la paz en cualquier parte en que rija el sistema democrático, como en Colombia, no se requiere del autoritarismo estrepitoso sino de la autoridad legítima. Dos términos que, además de contradecirse del cielo a la tierra, resultan demostrativos del talante político de quienes pretenden el ejercicio del poder en uno u otro sentido.

En efecto, el autoritarismo es una anomalía de la autoridad, por lo tanto son dos fenómenos discrepantes. Dicho de otra manera, el autoritarismo es la autoridad que se sale de los cauces, corrompiendo la naturaleza institucional que la ordena y le da alcance en cláusulas precisas y taxativas. Para ello, para mantener el consenso general, salvar la anarquía e impedir el desbordamiento, se crean las constituciones. Que finalmente son el mecanismo jurídico por medio del cual se controla el poder y se limita la autoridad, precisamente a fin de evitar su desquiciamiento. De modo que el autoritarismo es, no sólo un fracaso de ella, sino una grave alteración constitucional. Un despropósito de lo que los tratadistas franceses llaman la “autoridad serena” que debe animar cualquier estatuto firmemente cimentado en la institucionalidad.

No le queda bien, por ende, a un gobierno reconocido nacional e internacionalmente por su estilo democrático, tal cual es hoy el del país, pasarse intempestivamente de la autoridad legítima al autoritarismo estrepitoso. Por lo demás, un poco al estilo de algunos regímenes vecinos y bajo lo que el italiano Giovanni Sartori, el más perspicaz ensayista político de los últimos tiempos, bien ha llamado el hiperpresidencialismo o “el sultanato”. Que es, precisamente, lo que parecería estar aconteciendo, no sólo en el exabrupto de la llamada reforma del “equilibrio de poderes”, que muy probablemente en buena parte se caerá en la Corte Constitucional por la misma tendencia, sino de peor manera con la presentación, esta semana, de un acto legislativo de dos “articulitos” que busca poner patas arriba el Estado Social de Derecho dizque a nombre de la paz. Que, naturalmente, tiene ese equívoco de base: nada atenta más contra ella que dislocar el cauce que la permite. Porque de eso se trata el dicho acto legislativo, de buscar atajos a la institucionalidad en un afán impropio de un gobierno que justamente ha recibido parte de su respaldo político con base en la reinstitucionalización nacional. Y que no puede perder ese norte al vaivén de unas mayorías parlamentarias que, dominadas por los afanes reeleccionistas tradicionales, son capaces hasta de reducir sorpresivamente el Congreso a una simple y recortada oficinita del Palacio de Nariño. En efecto, así se han ido de bruces en aceptarlo al convertirse los congresistas en apéndices vergonzantes del Ejecutivo, sin iniciativa propia y limitados exclusivamente a vetar sus actos, además por mayoría absoluta y recortando los debates constitucionales. Lo que significa, caso por ejemplo de la presencia de 89 parlamentarios en la plenaria del Senado, que si un acto recibe 49 votos por la improbación y 40 por la aprobación, quedará sin embargo aprobado automáticamente puesto que lo primero no logró la mitad más uno de los 100 integrantes de la corporación sobre el que se hace el cálculo. Todo ello, inclusive autorrevocándose de las propias funciones parlamentarias y paradójicamente arrogándose facultades de poder constituyente al cambiar las reglas, para lo cual no fueron elegidos, siendo apenas poder constituido. No está mal, claro está, si quieren renunciar. En ese caso, sería ello mejor que declararse eunucos. En todo caso, olvidándose de que los derechos y deberes no se renuncian, mucho menos los de la paz que, según reza la Constitución, son “de obligatorio cumplimiento”.

Lo que más sorprende, claro está, es que ninguna más prolija que la actual Constitución de Colombia para hacer la paz, tal como ella se emitió sobre la base de que toda Carta es, finalmente, un acuerdo de paz entre los asociados de un territorio dado, fruto del concepto de otro tratadista italiano, Norberto Bobbio, traído a cuento por la Corte Suprema de entonces, cuando autorizó la Constituyente. Existe allí, efectivamente, un catálogo de posibilidades e instrumentos que, todos a una, quieren no obstante evadirse con eventualidades no solo inconstitucionales sino anticonstitucionales. Puede aplicarse lo que a bien se tenga para la implementación de los acuerdos de La Habana, sea el referéndum, la Asamblea Constituyente, el plebiscito, la misma consulta popular y desde luego el Congreso, sin tanto galimatías. La Constitución colombiana es generosa y basta con hacer buen uso de ella. Y aun así, se la pretende desconocer, entre tantas vueltas y revueltas innecesarias, por lo demás recayendo en estatutos que, pese a los esfuerzos gubernamentales, han terminado de servir para nada, como el marco jurídico para la paz, la ley estatutaria concomitante, los cambios en las fechas de los referendos e inclusive la prohibición de las llamadas zonas de distensión que, en todo caso, serán la clave, seguramente con otro nombre, para el cese al fuego definitivo y la verificación y localización de las tropas guerrilleras en trance de desmovilización.

Ahora resulta que, además de que no se siguen los postulados firmados por el propio Gobierno en la Agenda, según los cuales lo más expeditivo es el acuerdo entre las partes para este tipo de circunstancias, se retoman todas las características del poder omnímodo. En este caso, facultades extraordinarias genéricas, el menor grado de control constitucional posible, trámite legislativo desfigurado, mínimo debate, escasa ilustración, despojo de los filtros parlamentarios, erosión de la separación de los poderes, mala copia del ya malo “congresito” de 1991, aplicación de los artículos transitorios de la época como la novedad de hoy, en fin, la misma preminencia del Ejecutivo tal cual se vio tan rotundamente entonces frente a esa pequeña corporación de papel.

Por supuesto, nosotros queremos la paz. La paz constitucional. Una que usando los instrumentos de la propia Constitución, del Congreso a la Asamblea Constituyente, cualquiera sea el instrumento democrático que se adopte, nos conduzca a buen puerto. En lo que no creemos, claro está, es que  cierto cesarismo exasperado que se respira en el ambiente  sirva de camino, sino más bien de estorbo y aplazamiento para una paz, no solo estable y duradera, sino legítima.