Nada que Colombia mejora su índice de Gini. Lamentable haber perdido, pues, el registro que al menos se había logrado en 2017 (49,7), luego de un descenso continuo, y que auguraba una mejor exposición hacia adelante. Pero en los últimos años, especialmente en lo que va corrido desde la pandemia, se ha vuelto a ceder terreno y de nuevo sacamos calificaciones altamente reprobables.
En efecto, que Colombia sea el tercero con mayor desigualdad en el mundo dentro de una lista de 167 países, según el último informe del Banco Mundial, es reprensible. Con un puntaje de 54,8 en el coeficiente de Gini (que en términos prácticos mide la brecha entre el nivel de ingresos y la pobreza), nuestra nación solo es superada en ese nada célebre indicador por Sudáfrica y Namibia, que tienen 63 y 59,1 puntos, respectivamente.
Como se sabe, el coeficiente de Gini se mide en una escala de 0 a 100, en donde los países con mayores estándares de igualdad socioeconómica tienen los puntajes más bajos y, por el contrario, los de mayor insolvencia los más altos.
Ahora bien, es necesario analizar con detenimiento lo que está ocurriendo en el país. En primer lugar, resulta claro que una de las principales razones que explican el alto rubro de desigualdad es la brecha de desarrollo, necesidades básicas satisfechas, calidad de vida, acceso a servicios públicos y oportunidades socioeconómicas entre los sectores urbanos y rurales.
No es un tema menor. De hecho, según el último reporte del DANE, en 2023 la pobreza monetaria fue del 33% (también por debajo de los niveles de prepandemia) y la pobreza monetaria extrema del 11,4%. Si bien ambos indicadores nacionales bajaron respecto a 2022 (año del documento del Banco Mundial aludido) la advertida brecha es más visible cuando se hace la diferenciación de ubicación poblacional. Así, mientras en las cabeceras urbanas la pobreza monetaria fue del 30,6%, en los llamados “centros poblados y rural disperso” ascendió a un 41,2%.
Igual ocurre con la pobreza multidimensional. En 2023 este índice a nivel nacional fue del 12.1%. Pero si se analiza por distribución geográfica de los habitantes, se encuentra que en las áreas rurales el 25,1 % de las personas se encuentra en situación de pobreza multidimensional, una cifra que triplica el 8,3 % registrado en las cabeceras. De hecho, las regiones con mayor incidencia de este flagelo fueron Caribe (20,1 %) y Pacífica -sin Valle del Cauca- (19,4 %), en tanto Bogotá registró la menor, con apenas 3,6 %.
En ese sentido, suficiente con revisar los enormes desniveles educativos entre las localidades y, por tanto, el pésimo promedio nacional en comprensión de lectura y matemáticas frente a los registros internacionales. Para solo tomar un ejemplo.
En tanto, podría decirse que algunas personas que residen en el campo, pero tienen ciudades cercanas, acceden de una forma más oportuna a la oferta de servicios, subsidios y rutas de progreso, que aquellas que viven en áreas más distantes. Son estas, sin embargo, zonas enteras cercadas por la violencia que se ha venido desplegando con mayor rigor en los últimos tiempos, sometiendo a los habitantes, burlando a las instituciones e impidiendo el desarrollo en igualdad de condiciones para todos los colombianos. Sobre esa base, sin entender que a mayor violencia menos posibilidades de bienestar y de superar la desigualdad y la pobreza, es imposible.
Efectivamente, los países con mejores índices de Gini, no solo tienen plena solidez institucional y la cobertura total de su territorio, sino que son aquellos donde sus poblaciones gozan, sin excepción, de seguridad como principio dado por descontado. Y es de ahí en adelante que se puede hacer cualquier análisis socioeconómico y entre todos buscar soluciones para los problemas que se presentan. Lo demás, creerse el cuento de que un lugar como Colombia, permanentemente incendiado por la barbarie, sin límites ni temple del Estado, que además así olvida a buena parte de los connacionales y los deja a la deriva, solo induce a no asimilar el concepto de soberanía y nación, ni mucho menos permite entender que pueblo no son apenas porciones del mismo sino un todo sociológico e indivisible.
Como sentimiento de culpa queda, entonces, el asistencialismo. La estructura de subsidios y transferencias monetarias directas e indirectas desarrollada por el Estado en las últimas décadas concentra una tercera parte de los presupuestos oficiales anuales y sigue en ascenso. Aun así persisten fallas protuberantes de focalización, lo cual impide el impacto sobre la pobreza y la desigualdad.
Son los anteriores factores, entre otros, los que hoy llevan a nuestro deplorable índice de Gini. ¡Qué lejos suena el registro de 2017, que tampoco era una maravilla, ni mucho menos!