A doce días de la fecha institucional para la posesión del nuevo presidente de Venezuela, la postura del gobierno colombiano en torno a los resultados de los comicios del pasado 28 de julio en el vecino país continúa siendo controversial. De hecho, la prolongada indecisión en torno a no reconocer el triunfo que alega el cuestionado régimen dictatorial de Nicolás Maduro, como tampoco la victoria que reivindica el candidato opositor, Edmundo González, es claro que ha favorecido más a la tiranía chavista que a los sectores que urgen el cese de la misma y el regreso inmediato a la democracia.
Cuesta entender por qué, mientras muchos gobiernos americanos, europeos y de otros continentes han advertido del burdo fraude electoral perpetrado por el régimen y sí validaron, en cambio, las actas de votación que han presentado González y la líder opositora María Corina Machado, en donde consta que ganaron con amplia ventaja en las urnas, el gobierno Petro continúa asumiendo una actitud de neutralidad pasiva que, para efectos prácticos, raya en la complicidad con la satrapía y lo único que favorece es el statu quo dictatorial en Venezuela, país que lleva más de un cuarto de siglo bajo el yugo chavista.
La insistencia de la Cancillería de nuestro país en torno a que solo procederá a reconocer a un presidente electo cuando el Estado venezolano presente las respectivas actas de votación y allí se certifique al ganador, resulta un claro contrasentido. La dictadura domina las tres ramas del poder público en Venezuela, incluyendo la organización electoral y el Tribunal Supremo de Justicia, que fueron las entidades que, días después de los comicios del último domingo de julio, avalaron casi que notarialmente y sin presentar la totalidad de las actas para su revisión y verificación nacional e internacional, que Maduro había ganado el derecho a posesionarse este 10 de enero para un nuevo mandato.
¿Es a ese Estado y aparato institucional cooptado por el régimen al que el gobierno Petro ha estado esperando durante estos cinco meses? ¿Una espera por demás infructuosa porque ni aun así el chavismo ha presentado a Colombia ni a nadie en el resto del mundo las referidas actas que, mediando el evidente fraude, harían constar su espurio triunfo en las urnas? ¿Por qué creerles a los escrutinios que ponga sobre la mesa una dictadura represora y acusada de delitos de lesa humanidad y no a la documentación electoral que ostentan González y Machado, que incluso coincide con las actas presentadas por el Centro Carter ante la OEA, en las que quedó claro que la oposición se impuso en los comicios?
Se equivoca, en nivel grave, el gobierno de izquierda colombiano al tratar de mostrar su posición ante los resultados presidenciales en Venezuela como neutral y equilibrada. Es todo lo contrario: favorece directamente al régimen, no solo porque le permite un margen de duda y acción política que ha sabido aprovechar en estos cinco meses en los que ha resistido la presión de la comunidad internacional, sino porque es claro que el Estado de ese país nunca va a defender los intereses de la oposición. Por el contrario, utiliza sus instancias políticas, jurídicas, económicas, sociales e institucionales para implementar una persecución violenta e ilegal contra todo aquel que reclame democracia, justicia y respeto a los derechos humanos, tal como ya lo denunció una misión independiente de la ONU.
En ese orden de ideas, la polémica no se puede reducir a si el vicecanciller colombiano Jorge Rojas se ‘descachó’ gravemente cuando anunció días atrás que el embajador de nuestro país en Caracas, Milton Rengifo, asistirá el 10 de enero a la ceremonia de posesión de Maduro. Es claro que la Casa de Nariño está consciente de que esa presencia tendrá un errático, insólito y antidemocrático efecto validador de la dictadura, más allá de que asistan o no también el canciller Luis Gilberto Murillo o el propio presidente Gustavo Petro. Cualquiera sea la representación diplomática o política, Colombia se arriesga a matricularse en un reducido grupo de países parias, varios de ellos con gobiernos comprobadamente autoritarios, que respaldan directa e indirectamente a Maduro y compañía. Se pasaría así de la empatía política e ideológica, a rayar en los linderos de la coautoría criminal.
Si bien a la administración Petro se le ha criticado duramente por los bandazos y decisiones controversiales en materia de política exterior, y aún así continúa incurriendo en yerro tras yerro, abrir un camino para darle validez y legitimidad a la dictadura venezolana, a contrario sensu del resto del planeta democrático, podría ser el mayor descache diplomático en décadas, aumentando la descalificación y desprestigio del gobierno de izquierda y, lo que es más complicado, avergonzando a Colombia y sus más de 50 millones de habitantes.