En la mayoría de los balances que se están haciendo sobre seguridad y orden público a nivel nacional, regional y local queda claro que, así como ha disminuido la incidencia de muchos delitos, otros se incrementaron de forma muy alarmante. Uno de esos casos es el de la extorsión, un flagelo que se ha extendido de forma casi que exponencial en los últimos años en Colombia, al punto que se considera la infracción penal de más alto impacto en gran parte de las ciudades y los municipios.
Es claro que las autoridades, con equipos especializados como los Gaula, han redoblado su efectividad contra estas redes criminales. De hecho, los capturados por extorsión se cuentan por centenares, tal y como las condenas que se han impuesto a los responsables.
Sin embargo, no se puede negar que este es uno de los delitos de más alto subregistro en el país. Por miedo a retaliaciones violentas de los delincuentes, muchas víctimas se abstienen de denunciar ante las autoridades que están siendo objeto de exigencias de dinero a cambio de que no atenten contra sus vidas, las de sus familiares, sus negocios y bienes.
Los estudios de las autoridades han evidenciado que la extensión de este flagelo es de tal magnitud, que no solo es perpetrado por grupos guerrilleros y bandas criminales de alto espectro, sino por bandas de delincuencia organizada y común, incluso a niveles barriales. El universo de víctimas es también cada día mayor, en la medida en que los blancos del delito ya no solo son las personas adineradas, hacendados, grandes comerciantes y líderes industriales, sino que, empleados de medianos y bajos recursos, vendedores informales, trabajadoras sexuales, repartidores de alimentos y víveres, transportadores y población en general terminan siendo afectados.
Visto lo anterior, es imperativo que la estrategia nacional contra la extorsión sea reforzada. Este delito tiene ahora rentabilidades similares al narcotráfico y la minería criminal. De allí que el esfuerzo de las autoridades por desarticular las redes extorsivas se estrella con la realidad de organizaciones se mutan a diario y reemplazan rápidamente a los delincuentes que caen en manos de las autoridades y son judicializados.
Hay que utilizar más inteligencia humana y técnica para desmantelar toda la infraestructura, desde los niveles más bajos hasta los cabecillas. Las penas deberían agravarse. Por igual es imperativo redoblar esfuerzos para evitar que desde las cárceles se continúe realizando este ilícito.