Un fenómeno llamado Francisco | El Nuevo Siglo
Domingo, 27 de Septiembre de 2015

La revolución del cristianismo

Visita a Estados Unidos y la ONU

Cada  día es más difícil de definir una figura como la de Su Santidad, el Papa Francisco, por la gigantesca dimensión que hoy encarna. Hay en él, a no dudarlo, un permanente hálito sobrenatural que, sin embargo, se olvida o más bien se expresa continuamente a través de la bonhomía, la sencillez y la humildad que denota en cada una de sus palabras y de sus pasos. De modo que así, sin pestañear, con voz suave y profunda va señalando verdades de a puño frente a quien quiera escucharlo, ya los poderosos, ya los humildes, tocando los temas cotidianos y terrenales pero, a su vez, dándoles magnitud por tratarse todo a cuanto se refiere, bien sea la política, el derecho, la familia, la ecología, la economía, la guerra y la paz, las convulsiones sociales o lo que a bien se tenga, del ser humano y su comunión con Dios. Y ese es el núcleo insoslayable de su mensaje.

No hay en él, de otra parte, una tendencia dedicada a cambiar las mentes, sino los corazones, con base en la persistente enseñanza del cristianismo, a la que le ha dado un alcance inusitado como única religión fundamentada en el amor. Tanto en el amor a Dios como al prójimo. Tal cual es, sobra recordarlo, el mandamiento principal. Esto vale decirlo, porque repárese no más en las religiones orientales para ver que, aun en toda la sapiencia, no dejan de ser una carta filosófica, un método de vida, que si tienen un sentido místico, inclusive definiéndose como el abandono de los deseos tal cual por ejemplo en el budismo, carecen del contenido humano en que se desenvuelve la religión cristiana. Y lo mismo podría predicarse de otras, como el hinduismo o varias más, que tratan de otros objetivos, todavía peor en los fundamentalistas que las interpretan como la verdad revelada que da carta blanca para a matar y aterrorizar, pero ninguna, como se dijo, soportada en el amor. De donde se deriva, por lo demás, todo su desarrollo: el perdón, la caridad, la solidaridad y todos aquellos elementos determinados por la imitación de Cristo. De modo que el verdadero y muchas veces olvidado lenguaje del cristianismo es el del corazón. Y es ello lo que palpita, cualquiera sea el escenario en el que esté, en cada una de las frases de Su Santidad, Francisco, como se ha demostrado con creces en su actual visita por los Estados Unidos y la ONU.   

Para ello, claro está, tiene un depósito de ideas, todas brillantes y claras, que le permite hablar al alcance de todo el mundo, exento de majestades, despojado de misterios, en vocabulario común. No hay en él, en modo alguno, una teología de la liberación, pero sus palabras, todas a una, suelen ser liberadoras. En todo caso, pareciera que no son necesariamente las ideas las que lo animan per se y dan movimiento a las cosas, sino la sensibilidad. Y aquella, la sensibilidad, es la que el Papa conmueve en cada una de sus apariciones. Lo que da un sentido católico, en la definición de universal, a todo cuanto dice porque por gracia de su difusión particular ha quedado señalado para hablar, no sólo a los adeptos cada vez más firmes, sino al mundo entero, de los descreídos y agnósticos a los abúlicos o partícipes de otra fe. No hay pues distinciones porque, según pareciera manifestarlo, el mensaje cristiano se sostiene por sí mismo para llegar hasta el último recodo universal y el último de los corazones. Él es solo, por decirlo así, un instrumento de lo católico.

De manera que posiblemente le gustaría decir que no es él, sino lo que predica, la razón de todo. Lo que llama la evangelización. Y no vaya a creerse que para ello deja a un lado el dogma y las doctrinas que representa porque su revolución precisamente, al contrario de desdecirse o cuestionarse como piensan algunos que es la avanzada, se reafirma continuamente en los postulados esenciales. Puede decirse, entonces, que hay una vuelta al Evangelio, tanto en cuanto siempre ha estado ahí y ha encontrado una voz poderosa para movilizarlo sin pretensión diferente que buscar el lado bueno de las cosas. Esto, por supuesto, en un mundo que el propio Papa ve incurso en una especie de Tercera Guerra Mundial; un mundo, en resumen, de seres desesperados, solitarios, ocupados en la destrucción, el egoísmo, el materialismo y la infelicidad. Pero también destaca los elementos positivos, aquellos logrados en busca del bien común. Y entiende, asimismo, la vulnerabilidad intrínseca del ser humano. Señala el próximo jubileo como un año de perdón para quienes hayan abortado, convoca un sínodo que permita un tratamiento diferente a los divorciados y recuerda, como lo hizo esta semana en el pleno del Congreso de los Estados Unidos, que el mundo es un globo de inmigrantes con derechos, ante una salva de aplausos. Defiende, discípulo fiel de San Francisco, la Tierra como una expresión del Cielo, “nuestra casa común”. Sanciona a los clérigos pederastas; ataca la hipocresía de las guerras, fundadas por lo demás en el tráfico de armas; y es a cual más crítico de que no hay políticas para superar la pobreza y pide un modelo de desarrollo sostenible, con las debidas aplicaciones tecnológicas para precaverse del cambio climático. Y, por encima de todo ello, defiende a la familia, el núcleo de la sociedad, pidiendo, en su discurso ante la ONU, establecer una ley “inscrita en la propia naturaleza humana, que comprenda la distinción natural entre hombre y mujer”.

Nadie dudaría, hoy, que Su Santidad Francisco sea la voz de mayor impacto en el mundo. Con él, para decirlo de algún modo, el cristianismo no pertenece al pasado, sino que vive y está en el porvenir.