‘Crisis norteamericana: ¿el temprano final de un mito?’ | El Nuevo Siglo
Foto: AFP
Domingo, 30 de Agosto de 2020
Luis Gabriel Galán Guerrero (*)

Los Estados Unidos atraviesan una crisis general, aunque su novedad no esté en el populismo, en el aislacionismo o en la crisis económica, tan recurrentes en su pasado. La crisis es más profunda porque es de otro orden: el hechizo del mito liberal-democrático se ha quebrado.

Los norteamericanos estuvieron del lado bueno de la historia por un tiempo considerable desde el siglo pasado: derrotaron el imperialismo y el fascismo en dos guerras mundiales, fueron la primera potencia económica del mundo y el contrapeso inigualable del comunismo. Cada triunfo reafirmó su carácter singular.

Sin embargo, los anglosajones también exportaron una serie de creencias basadas en falsos mitos, incluida la perfección de la democracia norteamericana. Por décadas construyeron una visión privilegiada, única y línea del desarrollo. De este modo, Inglaterra y los Estados Unidos buscaron engrandecer su historia. Cualquier país que se saliera de estos lineamientos cayó bajo la etiqueta del ‘fracaso’, ‘emergencia’, ‘subdesarrollo’, o ‘Tercer Mundo’.

Hoy casi nadie cree seriamente en la propaganda antisoviética de la Guerra Fría ni siquiera en Washington. La acentuada desigualdad económica, el trauma insuperable de la esclavitud, de Jim Crow y de otro género de segregaciones culturales recientes, se han impuesto en la academia y el debate público. El veredicto doméstico desmiente muchas de las narrativas patrióticas o liberales: el pasado no fue el ‘país de los sueños’ que algunos habían retratado.

El mundo ha girado y de nuevo gira sus ojos hacia Asia, en especial China, como revelan los trabajos recientes de Peter Frankopan, director del Centro de Estudios Bizantinos de la Universidad de Oxford, y de Dominic Lieven, profesor emérito de historia rusa de la Universidad de Cambridge. El lienzo que pintan Frankopan y Lieven en sus magníficas obras debería ser mejor conocido, pues desmitifica las visiones anglocéntricas del mundo y sugiere un balance más equilibrado del pasado y del presente.

Ambos aceptan que el predominio anglosajón se limitó a los últimos dos siglos, cuyo mérito excepcional fue prevalecer a Napoleón, Hitler y la Unión Soviética. Pero, incluso en estos conflictos, se ha tendido a menoscabar el papel de otros países. Previsiblemente, uno de los grandes olvidados ha sido Rusia. Napoleón no fue derrotado en Waterloo por el Duque de Wellington, aquel famoso héroe británico, cuyo ejército era irónicamente prusiano. El hombre que entró triunfalmente a París, rodeado de sus tropas, fue el Zar Alejandro I. Ese deliberado olvido se repitió un siglo después. La intervención norteamericana fue decisiva en la Segunda Guerra Mundial, aunque inconcebible sin los 20 millones de rusos caídos en la nieve, los pantanos, los bosques y los trigales que conducen de Stalingrado (hoy Volgogrado) hasta Berlín.

El predominio anglosajón tampoco fue completo, incluso en la cúspide del Imperio Británico, pues siempre rivalizó con una serie de potencias que en su momento pudieron haber inclinado la balanza. Contrario al mito, muchas de ellas marcharon hacia el desarrollo económico industrial sin transitar la senda de la democracia-liberal: Alemania, Japón, Italia, Rusia y, de manera más reciente, algunos países asiáticos.

Los Estados Unidos también han sobreestimado su poderío en el tiempo. Su predominio ha sido muy corto comparado con la longevidad de algunos imperios europeos y asiáticos. Ese pasado imperial puede borrarse de las escuelas, pero no se olvida fácilmente en los territorios de origen. Allí, las viejas glorias, disputas y tradiciones culturales poco tienen que envidiarle al mundo occidental y perduran en las fantasías del futuro. Es un ejercicio arrogante tildar de países ‘emergentes’ algunas de estas naciones y civilizaciones, cuyo pasado se remonta casi hasta los tiempos de los faraones. El Medio Oriente y Asia son cada vez más prósperos, conectados y ambiciosos, llegando algunos de sus países a todos los rincones del mundo. Su distancia tecnológica y productiva se acorta cada día con los Estados Unidos, y sus líderes se educan en Oxford, Yale, Harvard y Cambridge, sin por ello renunciar a su propia cultura.

Es muy temprano todavía para anunciar la caída del coloso norteamericano. Pero el mito democrático-liberal que construyó de sí mismo está derrumbándose mientras que el retorno de viejas potencias, indiferentes a esos valores, parece irreversible. Por ello, una dosis de prudencia y reflexión es requerida, como la ofrecida por el escritor irlandés G. B. Shaw un siglo atrás. En pleno apogeo del Imperio Británico, cuyas glorias ahora naufragan únicamente en la brumosa y delirante nostalgia de algunos conservadores, Shaw advirtió la fragilidad de los imperios a través de la voz del Dios Ra en César y Cleopatra (1899):

‘Pobre posteridad, no piensen que son los primeros. Otros tontos han visto el sol salir y ponerse, y la luna cambiar de forma y de hora. Como ellos fueron, ustedes también son; y sin embargo, ustedes no son tan grandes; pues las pirámides que mi pueblo construyó se sostienen hasta el día de hoy; mientras que el montón de polvo que los esclaviza, y que ustedes llaman imperios, se desvanece en el viento incluso cuando ustedes apilan los cuerpos de sus hijos muertos para hacer todavía más polvo.’