Es evidente que -aunque en menor grado de popularidad- la política exterior dirigida desde Washington conlleva repercusiones para los próximos comicios del 5 de noviembre de 2024. La vicepresidenta Kamala Harris debe llevar el desgaste de la administración Biden, mientras que el expresidente republicano, Donald Trump puede decir casi lo que sea, y lo hace, tratando de convencer votantes utilizando los puntos calientes del planeta en cuanto a confrontaciones armadas: Sudán del Sur, Somalia, Ucrania-Rusia, el polvorín sangriento del Oriente Medio
La dinámica de los hechos sigue un modelo bastante caracterizado. El poder de Estados Unidos, en un devenir que también fue propio de otras potencias, parece por momentos, disiparse y diluirse en la escena planetaria. Somos testigos de estos procesos, luego de la consolidación como primera potencia, surgiendo con especial ímpetu, luego de la I Guerra Mundial, y a continuación vigorizando su papel estelar en la escena global desde fines de la segunda gran conflagración; la que concluiría con el triunfo en el frente oriental, en agosto de 1945.
De los conceptos generales e históricos nos habla el trabajo clásico “Auge y Caída de las Grandes Potencias” (Plaza & Janés, 1992) de Paul Kennedy (1945 -). De manera más actualizada tenemos variadas voces. Sería largo enumerarlas. Sin embargo, como parte de los autores más recientes, se cuenta con Carla Norrlof cuya doble nacionalidad etíope y sueca le permite imprimir una perspectiva singular a sus trabajos sobre hegemonía mundial.
La profesora Norrlof, en una nota publicada en Foreign Policy, subraya que en especial a partir de los aciagos años de Trump en Washington, “se tiene el declive mucho más evidente de Estados Unidos como potencia. Ocurre la negación del modelo multilateral que este país lideraba desde 1945. Se dejan de lado las prioridades de la convivencia y el desarrollo internacional, dando privilegio a la ficción del “American First”, de una supuesta hegemonía que no puede lograrse con medidas proteccionistas, aislacionistas de la escena internacional, con disposiciones de autismo político”.
Aparte del desgaste del conflicto Israel-Palestina y el correspondiente a Ucrania-Rusia, -que nos mantiene al borde de una guerra generalizada- uno de los últimos “signos de los tiempos” se tuvo en Afganistán. En agosto de 2021, en medio del retiro de las tropas estadounidenses, los talibanes habían ocupado 9 de las principales ciudades de esta nación.
En ese entonces, luego de 20 años de ocupación volvían los talibanes a imponer sus dominios. De nuevo se impuso la presencia de un gobierno que tuvo el poder de 1996 a 2001. Un indicador más del declive de una potencia incluso en lo militar, sector donde los recursos son substancialmente abundantes.
En efecto, es de tener presente que el presupuesto militar de Estados Unidos ascendería a cerca de 778,000 millones de dólares. Eso equivale a 88 millones de dólares por hora, 24 horas al día, 7 días a la semana. Impresionante. Para esto es evidente que sí hay voluntad política. Más allá de las interpretaciones, estos son los datos crudos, duros y constatables.
De conformidad con una serie de planteamientos actualizados sobre el hegemonismo estadounidense que se han dado a conocer -muchos de ellos fundamentados en apreciaciones de Mark Katz, desde Washington- serían cuatro los indicadores principales del declive de liderazgo estadounidense en el ámbito militar y de política exterior.
Primero, las erráticas y costosas compañas militares que constituyen ejemplos de transiciones sin llegar a ninguna parte. Todo lo que parece ser una lúcida muestra de “gatopardismo”: cambiar mucho en apariencia, para que todo se mantenga igual en los aspectos medulares, en el contenido de dinámicas y estructuras.
Segundo, el protagonismo decisivo de otras potencias. Mucho de esto se tiene en conflictos específicos, tales como el avispero del Oriente Medio, las disputas con Irak e Irán, las controversias en Libia, para no mencionar los compliques con Corea del Norte y sus armas nucleares. Las otras potencias emergentes son, como se reconoce, China, Rusia y hasta cierto punto Pakistán -este último con una nada despreciable capacidad bélica comparable a la de la India-.
Tercero, se califica de esencialmente retraída, la respuesta de Estados Unidos a los acontecimientos de avanzada de Rusia en Georgia en 2008 y la anexión de Crimea por parte de Putin en 2014. Es más, tropas y dominio rusos avanzan en el oriente de Ucrania, en particular en los territorios de Járkov, Lugansk y Donetsk.
Cuarto, se demuestran los fallidos intentos de Washington por lograr acuerdos que efectivamente bajen tensiones, en lugar de, casi exclusivamente, hacer ganar tiempo a los adversarios, tal y como acontece con la situación de Corea del Norte, o bien en el caso de los posicionamientos estratégicos de China en su Mar Meridional.
No es que se carezca de medios desde Washington. Para nada. El ya citado presupuesto militar estadounidense equivale a la suma de los recursos bélicos de los 14 países más poderosos siguientes, en forma conjunta. Lo que se evidencia es la carencia de planes estratégicos de largo alcance. Esto es, planes que incluyan: (i) largo plazo para disposiciones y movimientos; (ii) coherencia permanente en la implementación; (iii) soluciones perdurables, con el menor costo posible en recursos y vidas; (iv) sostenibilidad de procesos mediante resultados de mutuo beneficio con los sujetos con quienes se interactúa.
Se hace necesario formular y establecer una perspectiva integral de largo alcance. Una cosa es el pragmatismo de lo inmediato, con sus efímeros estruendos de parafernalia mediática. Otro rasgo más integral es la sostenibilidad de beneficios. Una cosa es el rápido juego del tenis y del ping pong; otra muy diferente, las reflexivas, complejas y calculadas estrategias de ajedrez.
En relación con logros perdurables no es de olvidar nunca que “siempre hace más ruido un árbol que cae, que un bosque que crece”.
* Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Escuela de Administración de la Universidad del Rosario